En el capítulo VII del libro VIII de las Confesiones de san Agustín, encontramos un pasaje donde el obispo de Hipona relata su conversión al cristianismo desde la denodada lucha que sostuvo contra los apetitos carnales, de los que disfrutó hasta la saciedad a lo largo de su vida pagana. Dice así (en la edición de Olegario García de la Fuente): “Yo, joven sumamente desdichado, desdichado en el comienzo de la propia adolescencia, había llegado incluso a pedirte la castidad con estas palabras: ‘Dame la castidad y la continencia pero no ahora’”. La confesión tiene su gracia, sin duda; no en el sentido de la Gracia divina, de la que el Padre de la Iglesia fue máximo defensor (frente a Pelagio, más dado a la salvación a través de los propios méritos, sin necesidad de intercesión divina), sino tomada al pie de la letra. ¡Que no sea ahora! Probablemente esa noche tenía un buen plan, pues añade: “Temía que me escucharas enseguida y me curaras inmediatamente de la enfermedad de la concupiscencia, que prefería saciar antes que acabar con ella”.
Al parecer, Dios accedió a su ruego, suponemos que “no ahora” sino después, y el hombre nacido en Tagaste, ciudad romana en la actual Argelia, tan ávido sexualmente hasta su conversión a la verdadera fe (pues “continué caminando por las sendas torcidas de la falsa religión”) como afanado en la búsqueda de la verdad, cumplió los deseos de su fervorosa madre, santa Mónica, quien sufrió con abnegación las infidelidades de su marido, el pagano Patricio, padre de nuestro Aurelio Agustín. San Agustín, autor de esa maravilla literaria, amén de psicológica, que lleva por nombre Confesiones.
Ahora bien, y este es uno de los motivos por los que este libro nos sigue maravillando, lejos de eliminar el deseo, la victoria sobre la concupiscencia dejó hermosísimos cadáveres resucitados en forma de tropos y tropas, de figuras estilísticas y estrategias narrativas, de alusiones amorosas y tuteos cómplices a Dios que recuerdan las maneras sensuales y el erotismo sublime del Cantar de los Cantares y, muchos siglos después, de las obras de santa Teresa y san Juan de la Cruz. Y esta es la cuestión que, sin realizar pesquisas psicoanalíticas por razones evidentes de extensión y lugar, podemos formular con la siguiente pregunta: ¿es posible escribir donde falta el deseo? No me refiero al deseo de escribir, sino al deseo en sí; tampoco al deseo en general (el deseo nunca es general), sino al deseo en este sentido, tan agustiniano, de la avidez, ya sea sexual, ya sea intelectual, ya sea lo que sea.
Recuerdo una entrevista que le hicieron a Juan Goytisolo poco antes de morir, paseando con dificultad por las callejuelas del zoco de Marrakech. En realidad, solo recuerdo un pensamiento, una confesión. A diferencia de las confesiones del hijo de Mónica y Patricio, padre de Adeodato, concebido antes de que le cayera en gracia la castidad, de sus secretos llenos de vida, exhibidos a la luz del deseo, aunque se trate del deseo de una vida más allá de esta, la respuesta del escritor barcelonés a no sé qué pregunta dejaba un regusto a consunción, a extenuación, a definitivo agotamiento. Decía el autor de Las virtudes del pájaro solitario que había dejado de escribir porque había dejado de desear. Era el anuncio de su muerte.
¿Se puede escribir en ausencia completa de deseo?
Uno de los grandes poetas del deseo, Constandinos P. Cavafis, escribió un poema de título “Peligroso” que dice así (en la traducción de Ramón Irigoyen):
Dijo Mirtias (un estudiante sirio
en Alejandría, bajo el reinado
de Constante Augusto y Constancio Augusto,
mitad pagano, mitad cristianizante):
“Fortalecido con la contemplación y los estudios,
no temeré como un cobarde mis pasiones.
Entregaré mi cuerpo a los placeres,
a los goces soñados,
a los más atrevidos deseos eróticos,
a los lascivos ímpetus de mi sangre, sin
miedo alguno, porque cuando yo quiera
–y lo querré, fortalecido
como estaré con la contemplación y los estudios–
en los momentos críticos encontraré otra vez,
como en tiempos, ascético, mi espíritu.”
Al contrario que Agustín, el sirio Mirtias no renuncia a los placeres, a los goces soñados, a los más atrevidos deseos eróticos, a los lascivos ímpetus de su sangre. Tanto el uno como el otro, con independencia de las renuncias del uno (la “enfermedad de la concupiscencia”) y de la doble vía (lasciva y ascética) del otro, conservan el deseo. Deseo que podemos interpretar a la manera del conatus de Spinoza (el deseo de vivir, de seguir viviendo) o a la manera de Nietzsche, sin entrar en consideraciones sobre las modalidades, descendente o ascendente, forjadora de subterfugios o transmutadora de valores, que adopta esa voluntad de vida.
Donde falta esa voluntad, conato o deseo, difícilmente podrá la escritura sobreponerse. Sin embargo, lo difícil no es imposible. Así, por ejemplo, esta declaración de Henry Miller, que bien pudiera ser un Mirtias neoyorquino del siglo XX, pone el dedo en la llaga del deseo, del deseo de escribir como deseo de expresar que no se confunde ni se solapa necesariamente con la vida, vista o vivida en general: “Descubrí que lo que había deseado toda mi vida no era vivir –si se llama vida a lo que otros hacen–, sino expresarme”. Y es que la expresión de la ausencia de deseo (o de interés por lo que otros llaman “vida”) es, también, un deseo de expresión.
Algunos genios y muchos aspirantes han formulado esta idea, cada cual a su manera, sobreponiendo la creación a “lo que otros hacen” e, incluso, la literatura a la vida. Cuando Pessoa afirma que el poeta es un fingidor no está diciendo solamente que tiene la virtud de transformar la mentira en verdad o la ficción en realidad, sino que la ficción o el deseo de ser (lo que no se es, se ha dejado de ser o no se es todavía) empieza por uno mismo. En su caso, el uno mismo de cada uno de sus heterónimos. En el prólogo a una edición barata del Quijote, Francisco Umbral sostiene que a Alonso Quijano lo mueve el afán de sobrevivir a la extinción de sus pasiones, de manera que sus aventuras y desventuras son producto de un entrenamiento cuya meta es seguir vivo, o sea, seguir deseando. Una lectura que se compadece con algún pasaje de la obra, sobre todo de su segunda parte, donde Cervantes le hace decir al caballero presuntamente loco que sabe muy bien por qué hace –y deshace– lo que hace. Un deseo de locura en el filo de la vejez, cuando las fuerzas y los apetitos menguan: la antítesis de la imperturbabilidad estoica. ¡El deseo!
Un deseo que se extinguió en el caso de Goytisolo o que sencillamente, majestuosamente, alcanzó su cénit. En cuanto a la lista de suicidas excelsos que han escrito con su acto irreversible la última palabra de su obra (pienso ahora en Alejandra Pizarnik, cuya poética es casi una introducción a su muerte: “no quiero ir nada más que hasta el fondo”, escribió antes de sumergirse en su profundidad abisal), es cosa difícil de saber si el deseo de morir es también, sin apelar a los tópicos de Eros y Tánatos, un deseo inverso de sobrevivir a la imposibilidad última de todas las posibilidades, como llamó Heidegger a la muerte. Tal vez desearan adelantarse al acontecimiento final para, de esta forma, convertirse en dueños y señores o dueñas y señoras (damas y caballeros: a la muerte le da igual) del último instante, lo cual no deja de ser una modalidad del deseo: deseo dejar de desear.
Mas no es nuestro caso. Y así rogamos a Dios, a la vida o a quien fuere (o no fuere): el deseo nuestro de cada día, ¡dánoslo hoy! A muchos, la concupiscencia. A pocos, la contemplación. A algunos, mitad y mitad. A todos, la posibilidad de confesarnos… ¡pero no ahora!
Miguel Ángel Hernández Saavedra