Último día de feria (12/10/2025), ya empacando, de despedida
Luis Lázaro, cuyo carisma trasciende todo encasillamiento, y que hace las veces de personalidad de la cultura madrileña desde los años 80 así como capitán de la secreta y preciada a partes iguales librería Arranca Thelma, que yo conocí a principios de los dos-mil-dieces y cuyo vínculo he retomado desde la primavera de este 2025, situada en el corazón del barrio madrileño de La Latina, donde Luis hace de mediador entre el lector y la cultura con valor humanista en un espacio inolvidable (no por nada el bueno de Jonás Trueba la tiene ubicada y allí grabó unas escenas en su día) y con precios módicos, hizo de enlace entre un librero polímata de Vitoria y yo para que hace unas semanas me pudiera estrenar como librero (en humilde horario, eso sí) en la 35ª Feria del Libro Viejo y Antiguo de Madrid, situada en pleno Paseo de Recoletos bajo el umbral del otoño, convocatoria que suele agendarse también previamente a la FLM en igual enclave para este cruce de caminos de bibliófilos, curiosos, peña que libra para comer y amantes de la cultura en general. De hecho, yo ayudé a Luis y a Alejandro y a Adrián (casi contigua estaba Gulliver, la tan querida librería de la calle León) a montar parte del estand de la librería Arranca Thelma, aunque luego trabajara en la contigua, Sekhmet, donde se podían encontrar desde un bestiario del siglo XVI —reservado— o un capitulario de Felipe II encuadernado como pocas cosas he visto, así como libros técnicos, las completas de Julio Verne muy ilustradas o una edición muy especial de Platero y yo que vendimos a una amiga de la pareja de un amigo mío, que también se llevó algo de Jacinto Benavente.
Este cruce de caminos que es la Feria trae consigo descubrimientos y anécdotas, e historias al modo de las greguerías contenidas en una versión de AHR en dos tomos de las Obras Completas de Ramón que casi coloco (porque custodié su despacho en el MAC y Ramón sólo hay uno) a un hombre muy trajeado y muy exquisito que no dejaba de buscar cosas del Valle carlista, y al que reconocí varias veces, ubicándole. Teníamos una sección de escritoras y convencí a una mujer de mediana edad de que se llevara la autobiografía de Isadora Duncan, Mi vida, leída con devoción en Vigo hace tres veranos, diciéndome que volvería el año próximo para comentarme qué le había parecido, y coloqué a una mujer latinoamericana la narrativa de Carmen Laforet, admirada. También vendí la obra reunida de Onetti en Aguilar a un hombre que iba con lo justo, haciéndole precio, y que seguro gustaba, o gustaría, no muy tarde, de escribir en la cama como el escritor uruguayo, así como a un ingeniero de sonido un libro sobre máquinas y a un antropólogo libros de Julio Caro Baroja, de la zona de mi puesto donde había una sección dedicada al País Vasco en su conjunto. Y luego: locuras. De un libro sobre caza de elefantes a unos que venían con fuerzas económicas a una pareja de chavales puertorriqueños de unos 30 años medio traperos que encontraron en la sección de literatura erótica su lugar-en-el-mundo, o un especialista en El guerrero del antifaz. Todo divertido, todo sueños, todo hilos. Y que me las vi bien de comerciante, copiándole con cierta timidez al principio a Txema Sandoval el que se acercara a los lectores que estaban donde “los libros de movimiento” el que sostenían una rareza en sus manos, y no la dejaran pasar (algunas lo eran, otras lo eran menos, si decimos nada más que la verdad).
Y luego, amistades, los que se pasaban a saludar periódicamente. Como Carlo Laurena, un dramaturgo filipino que se comerá el mundo y que fue compañero de Máster este pasado año en la Ortega-Marañón mientras yo me daba una pausa en el trabajo reglado (ya no, ya hemos vuelto al ruedo), llevándose unas partituras de coros en una carpeta antiquísima. O mi hermana y su sobrino, que se llevaron uno de Bruguera de los años 60, y mi excompañera de trabajo Juana llevándose un Pulgarcito de cuando era cría, ediciones de los 50. Como mi padre, que me trajo un libro de la Revolución de 1848 en Francia para mi sorpresa —él es así, no lo puede evitar—, y que se llevó un Salgari, mientras coincidía en el puesto con Arantza, que me descubrió El monje, de Matthew G. Lewis después de preguntar por Jane Austen, y otras tantas cosas más. Yo le reservé Antología negra, de Blaise Cendrars, traducida por Azaña para Árdora, a mi amiga Val, metida en temas afro, etc. De lo que yo me conseguí: El Roto —recientemente celebrado, cómo no va a ser celebrado Andrés—, de un puesto cercano de Segovia, Pynchon, una primera edición de Báculo de Babel que le regalé a Luna Miguel la semana pasada en un breve encuentro con ella y Ernesto Castro en la tarde-noche del María Pandora, y Weiss. Y que casi me consiguiera, pero finalmente no porque estoy “de perfil bajo”, Mensaje del tetrarca, firmado, el primer libro de Pedro Gimferrer, en una esquina dedicada a la poesía donde directamente viviría, y que fue de los mejores puestos de la Feria (Barcelona).
En definitiva, si algo sale mal, me haré librero, porque fue reveladora esta Feria, estos días azules y este amor por el coleccionismo. Tenía miedo de quitarle amor al tema de los libros poniéndome del otro lado (era mi primera vez, por mucho que tenga mucha gente cerca que sí ha estado en el tinglao), pero ni con esas: ahora el empuje es incluso mayor y conozco ya parte de una lógica en la que siempre estuve al otro lado, aunque, por suerte, como con Luis, o con Daniel Bolado, o con Fátima, ya comprendiera que ser librero, participar de la rueda, es algo mágico siempre, y sin ser naíf, porque sé de lo laborioso del tema y no son lo mismo mis 15 años de obra que 3 semanas de feria total.
ÁLVARO GUIJARRO











