El pasado día 7 de noviembre se le concedió el premio Cervantes a Luis Mateo Díez, el único escritor español que ha obtenido en dos ocasiones el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa.
«Escribir una novela es culminar una obsesión», afirmaba Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) en un ensayo integrado en el Estudio de la creatividad literaria que preparó Anthony Percival en 1997 para la editorial Lumen. Entonces, si un solo texto narrativo es susceptible de desencadenar un instinto obsesivo de escritura, qué no hará una serie de relatos que vayan configurando un mundo aislado, una geografía imaginada al detalle y construida con palabras y memoria. Mateo Díez sintió la llamada de un lugar real lleno de muertos, y entendió que debía llamarlo Celama y presentarlo en la novela corta El espíritu del Páramo (1996), la semilla para que creciera La ruina del cielo (1999), el centro de un reino que concluiría con El oscurecer (2002).
Que una obsesión artística no se contente con una sola historia, sino que requiera más argumentos complementarios, no es algo ajeno al escritor, el cual, bajo el título El pasado legendario (Alfaguara, 2000), ya había reunido «una zona de mi obra, jalonada por una serie de títulos que, a estas alturas, ya conforman un universo cerrado sobre el que difícilmente volveré», como decía el autor a modo de justificación. En dicho volumen aparecían Apócrifo del clavel y la espina (1977), Relato de Babia (1981), Brasas de agosto (1989), Los males menores (1993) y Días del desván (1997), es decir, novelas y cuentos que recorrían las diferentes etapas de su trayectoria literaria y que, una vez analizados con la distancia que dan los años, transparentaban un lema común: la leyenda.
Resulta obligatorio detenerse en esta palabra en el caso de un escritor que maneja el vocabulario castellano con una conciencia ejemplar y una responsabilidad lingüística, por desgracia, poco frecuente en nuestras letras. Mateo Díez –licenciado en Derecho y funcionario jubilado del Ayuntamiento de Madrid– habla de lo «legendario» en el sentido que remite al pasado y a su prolongación fantástica, un camino paralelo con un tiempo, un terreno y un destino propios; en definitiva: «El pasado revierte en lo legendario con la materia modificada del recuerdo, sin que el recuerdo sea ya el aval de lo que pasó, sino la metáfora de lo sucedido y, como tal, una imagen literaria, una fabulación.» A partir de ese momento, narrar significará descubrir, y esa estela cervantina marcará cada página de Mateo Díez, tan interesado en la literatura popular y la tradición oral que su estilo parece haber adquirido la sobria magia de las historias que escuchaba de niño y a las que se refiere a menudo.
Territorios de leyenda
Comprendemos, por tanto, que para el narrador —que, dicho sea de paso, también ha publicado poemarios— esta unidad interna es una presencia constante en su labor artística. Así, su invención más atractiva sin duda, La fuente de la edad, publicada en 1986 y galardonada con el premio de la Crítica y el Nacional de Literatura, como después ocurrirá con La ruina del cielo, forma a su vez una trilogía con Las estaciones provinciales (1982) y El expediente del náufrago (1992). De este modo lo observa, al menos, José María Merino en el prólogo a la edición de Austral de ese maravilloso viaje, en busca de la fuente cuya agua devuelve la juventud perdida, que emprendían los Cofrades de Nuestro Benéfico y Alcohólico Padre Gerónides.
En contraste con estos apuntes, Mateo aclara en el apéndice del libro El reino de Celama(Areté, 2003): «Celama no tiene leyenda, no contó con esa aureola con que lo legendario envuelve a lo real.» He ahí la sutil diferencia: Celama, en realidad, incluye mitos, y la relación de que el particular espacio imaginario de la infancia tiene una conexión directa con su correspondencia universal. Se trata de un refugio mitológico como el creado por Faulkner, Onetti, Benet o García Márquez; ¿o acaso estos edificaron leyendas?
Es como si Pedro Páramo se paseara por Celama y conociera a los cuatrocientos personajes que contiene La ruina del cielo, y el médico Ismael Cuende le enseñara ese ambiente amplio y a la vez asfixiante cuyo tiempo está petrificado, cuyos hombres y mujeres están tan vivos como muertos, cuya existencia depende de que la ficción del sumo creador sustituya a la memoria de esas gentes. «La imaginación es el grado supremo de la memoria, el propio fermento de nuestra vida», se repitió a sí mismo Mateo Díez en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, en mayo de 2001, demostrando de nuevo que, sin estos conceptos, la obsesión no podría cobrar forma mediante la palabra, y convertirse en una historia de historias.
Toni Montesinos
Un hombre ultrapremiado y de cine
Ilustrado por Emilio Urberuaga, el último libro de Mateo Díez, que acaba de aparecer, nos recuerda todo aquello que pasa en los patios de butacas para ver películas. El limbo de los cines es un homenaje a los cines, y una suerte de elegía, no menos melancólica que divertida, a los locales que nos ofrecen el goce de las películas inolvidables y al compromiso que nuestra propia imaginación les debe. Mateo Díez lo ha escrito rememorando el suceso que en algún momento le hizo dudar de si los cines le fascinaban tanto como el cine, ya que se había convertido en un cautivo no menos sagrado que los feligreses en sus iglesias, pero sin otro credo que el inmenso placer de lo que sucedía en las pantallas.
Una buena oportunidad, por tanto, para conocer a un Mateo Díez distinto pero a la vez igualmente narrativo, en su línea cervantina, que lo ha llevado a obtener en dos ocasiones el premio Nacional de Narrativa y el de la Crítica, y también el Ignacio Aldecoa, el Café Gijón, el Miguel Delibes y el Francisco Umbral. Por si fuera poco, en 2014 fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de León y obtuvo también el Premio Castilla y León de las Letras y el de Literatura de la Comunidad de Madrid. Desde el año 2000 ocupa el sillón de la I de la Real Academia Española, momento en que fue distinguido con el Premio Leonés del Año.
© Jeosm.
Luis Mateo Díez
Nórdica, 128 pp., 21,95 €