La aventura intelectual de leer trae consigo inesperados encuentros, gratas experiencias y cierre de abismos, y en esta última categoría incluyo el poder acercarnos a autores desconocidos, que se erijan frente a nosotros como grandes retos, y el solo hecho de poder llegar a la otra orilla con la sensación de disfrute estético y de enriquecimiento luego de la travesía, es valor agregado y se agradece de veras, y es lo que me ha pasado con la novela breve Desaparecer (Acantilado, 2025), de María Stepánova (Moscú, 1972), con traducción de Jorge Ferrer, inserta en la colección Narrativa del Acantilado, 389, que pude leer de un tirón.
Nuestra protagonista es una figura cuasi fantasmal, apenas la inicial de un nombre, M., que vive exiliada en la ciudad B., debido a la guerra que su país natal lleva adelante con su vecino: es una mujer de mediana edad, escritora (pero con una suerte de bloqueo creativo que la mantiene inactiva) y es invitada a participar en un evento literario en otro país, pero una serie de circunstancias le impiden llegar a su destino, y en el ínterin se abre ante ella un espacio inusitado y, si se quiere, liberador, porque en lugar de maldecir su suerte al no poder leer la conferencia que había preparado para la ocasión, se deja abrazar sin mayores reticencias por la realidad que tiene ante sus ojos, y se entrega a ella dispuesta a emprender una nueva vida.
No se nos dice de manera explícita, pero intuyo que M. es nihilista, o una escéptica visceral, que se cuestiona todo lo que la rodea, que nada la ata, ni siquiera el recuerdo de su país al que en varias oportunidades califica de bestia, y del que se ha marchado sin mirar atrás: ni siquiera a su familia o afectos; vive un presente reflexivo, eso sí, de allí su permanente revisión y crítica a lo establecido, y sus días transcurren como si de una sucesión de hechos fugaces se tratara, que va sorteando con sobresalto, es muy cierto (y de esto va la trama novelesca), pero con la convicción (que no es tal en el sentido lato del vocablo) de vivir a como se vayan presentando las cosas, capoteando aquí y allá el vendaval, pero siempre dispuesta a seguir adelante muy a pesar de los innumerables obstáculos que halla en el camino.
La prosa de María Stepánova es lineal y sin retruécanos o inesperados giros lingüísticos, o cambios en la temporalidad, lo que nos permite seguir la historia con la sensación de placidez propia de un texto que busca en esencia comunicar, llegar al lector y que lo conecte sin mayores dificultades, lo que sin duda se agradece, pero la clave de esta novela de apenas 148 páginas es, ahora que lo pienso, dejar sentado que nada podemos asumir como definitivo, que no hay un destino que nos aguarde de manera estática, sino que somos presas de la sinuosidad del vivir, que nuestros días serpentean por agrestes caminos, que hoy estamos aquí y mañana veremos o quién sabe, que lo establecido (como ese lugar al que debemos llegar desde nuestra propia experiencia y que la cultura nos machaca a partir de la tierna infancia), es un sofisma, un alegato pueril y engañoso, que busca hacer de nosotros piezas clave de un ajedrez del que no tenemos ningún control, a menos que, como M., decidamos romper con la cuadratura del círculo, y echar a andar sin mucha carga encima y exentos de una brújula que nos marque el derrotero.
La novela está narrada en tercera persona, y tal circunstancia le permite a la autora tomar distancia frente a lo que cuenta (aunque sabemos que lo autobiográfico está presente con desgarradora fuerza a todo lo largo del texto) y a pesar de contarnos episodios en la vida de una mujer perdida en su presente, deslastrada de añejos atavismos, desprejuiciada de su realidad y lo que se espera de ella (o que ella esperaría de sí misma), hay atisbos de unos valores que le llegan desde su cultura, y ellos, si se quiere, mueven a su antojo los hilos de la historia y de su devenir, lo que nos lleva a los lectores al necesario cotejo entre lo que se anhela y lo que se alcanza, de allí la tensión que percibimos en la historia; de allí la subjetividad que se patentiza en cada página como cruel estigma personal y colectivo.
Nunca un título ha sido más pertinente que el de este libro: Desaparecer, verbo regular que funciona como intransitivo, nos dice la gramática española, porque conjunta en sí mismo lo que nos plantea la autora: su personaje M. busca dejar de estar a la vista de los suyos y de los otros, y el propio hecho de que ni siquiera tengamos un nombre, apenas una inicial, se conjuga en una misma intención de carácter filosófico: “ser y no ser”; reconocernos humanos con expectativas y proyectos de vida, pero que en ciertos momentos de nuestro tránsito terrenal quisiéramos esfumarnos, estar y no estar: vivir sin que apenas se note; ser presas de una atemporalidad que haga de nosotros esencia y olvido a la vez.
Me llamó poderosamente la atención la traducción de Jorge Ferrer, que supo, con indudable maestría, trasladar la novela del ruso al español, sin las asperezas propias del enorme salto “cualitativo” que conlleva una y otra lengua (¿y por qué no?: una y otra cultura), y la sutileza de su trabajo nos permite asomarnos a la vida de M. desde una óptica y referentes propios de lo humano: deslastrada de lo meramente argumental, a pesar de tener que sortear aspectos esenciales como la fonética, los modismos y la sintaxis, y evitar la literalidad, que a los ojos y oídos del lector en lengua española, introducen ruidos y desfases, que torpedean la unidad textual y resquebrajan el disfrute de lo estético.
Ricardo Gil Otaiza



