Una propuesta tan estética como temeraria: pasar una noche, a solas, siendo escritora, en un museo de arte contemporáneo, el Punta della Dogana de Venecia, cuya arquitectura se remonta al siglo XVII. Siendo escritora, decíamos, pero también ciudadana, y mujer posicionada, y heredera de una historia personal que se revelará a cada momento en forma de pequeños gestos político-íntimos, desde el descenso a la figura del padre, compleja y fuente de contradicciones, a la puesta a punto de la memoria y una larga serie de consideraciones sobre lo que significan el arte y la pertenencia. Este es el punto de partida de El perfume de las flores de noche (Cabaret Voltaire, 2022), de Leïla Slimani, celebrada autora francomarroquí que ganó en Francia el apreciado Premio Goncourt con su segunda novela hacia la mitad del camino de su vida y que en esta suerte de diario novelado sigue el canon de esos textos sobre la identidad y la relectura del extrañamiento en un contexto, un espacio, el artístico, que a nosotros nos conduce o nos lleva, en nuestras coordenadas, al Pablo d’Ors de El estupor y la maravilla o al Enrique Vila-Matas de Kassel no invita a la lógica; y aquí, por tratarse de Italia, a aquella película de Paolo Sorrentino donde un amo de llaves abre las puertas de una galería para un paseo nocturno por las colecciones a ciertos afortunados. Para colmo, y por eso estoy también reseñando este libro, yo me he dedicado a custodiar obras en diferentes museos, pero no caigamos en el impresionismo, por mucho que este oficio mío, nicho de la realidad, me permita aportar algunas claves.
El libro gusta por muchos motivos. Desde el estilo, depurado y claro, a los temas, demasiado humanos, todo bajo un halo de confesión, actitud que confiere claridad a lo expuesto, y cuyo comienzo resuena al inicio de El hombre rebelde de Albert Camus, donde se pone el alza el saber decir que no: «Si quieres escribir una novela, la primera norma es saber decir no». Así nos inicia Slimani en el arte de coleccionar recuerdos vivos, ideas salvajes y anécdotas visionarias, metáforas todas del camino que la ha llevado a estar entre esas paredes decoradas; así como cuando se autorrepresenta como escritora tomando en consideración todo lo que eso conlleva: «Soy Leïla, la escritora que viene a dormir aquí», o el recuerdo de una frase simbólica de Ahmet Altan, periodista turco que la autora rescata: «No estoy preso. Soy escritor», después de haber sido procesado en 2016, y que estirará al máximo hasta la nomenclatura del escritor, de la escritora, como figura en términos históricos. También nombra a Etel Adnan, artista libanesa en exposición, y al gurú Hans Ulrich Obrist, galerista de Serpentine en la ciudad de Londres; y hay referencias tan dispares como el autor de culto Valery Larbaud a Rabat, su ciudad de infancia. En cenital, todos estos apoyos configuran, yo diría, la imagen de que el museo, todo lo que archivamos y protegemos, con la cabeza y con el corazón, es la propia vida, y a lo que la obra apunta conceptualmente hablando. Es por eso que el libro es un viaje en sí mismo, esa es la sensación preferente, a lo largo de la experiencia y a lo largo de las personas, los instantes decisivos, el aprendizaje y la cultura en que se desenvuelven.
La concepción del museo como lugar de sepultura cobra así una nueva dimensión, revitalizadora. Estamos ante una noche eterna, donde los fantasmas y el silencio que engendran lo mágico de un espacio de tránsito dan forma a una autora total que enfrenta cada punto ciego con una determinación cuya fuerza proviene de una virtud —y de una condena— que el escritor, la escritora, lleva consigo: la soledad, y de la que muchos escritores de hoy parecen haberse olvidado. En esta dirección, el libro de Slimani es un canto a que los proyectos literarios serios, y la construcción de autores y autoras, se reservan, en su última puerta, una renuncia, que paradójicamente es la entrega a un mundo que pensar y sobre el que investigar siendo conscientes, en todo momento, de nuestra condición y del lugar que ocupamos y anhelamos en ese mundo. Una micropolítica que aquí vira hacia los pilares de lo que significa ser escritor: estar despierto en la noche, estar despierto en el día, pero soñando, soñando siempre. De condición vigilante, la atención es la poética central en este texto, porque la atención es presente. Pero el presente, lo deberíamos saber ya, es un pasado a revisar que nos acompaña a pesar de nosotros mismos y también un futuro que alberga nostalgia, porque tiempo y deseo siempre van unidos.
ÁLVARO GUIJARRO
EL PERFUME DE LAS FLORES DE NOCHE
Leïla Slimani
Cabaret Voltaire, 160 pp., 17’95 €