«Decidí quedarme en el ejército. Y llegó la revuelta. Odiaba las revoluciones, pero tenía que someterme a ellas, y, como ya había salido el último tren de Zhmérinka, no me quedó más remedio que ir andando a casa. Caminé durante tres semanas. Luego viajé dando rodeos desde Pidvolochysk hasta Budapest, y de ahí a Viena, donde, por carecer de dinero, empecé a escribir para la prensa. Imprimían mis tonterías. Vivía de eso».
Lo escribió Joseph Roth en una carta enviada el 10 de junio de 1930 a su editor y amigo Gustav Kiepenheuer. En esos días de finales de 1918 situaba su bautismo como periodista, aunque sería más preciso hacerlo retroceder unos meses, pues ya durante la guerra había publicado una serie de «tonterías».
Roth publicó sus primeros artículos a comienzos de 1918 en la revista Der Friede (La Paz) bajo la rúbrica «H», la última letra de su nombre y apellido, con lo que ocultaba la identidad, pero dejando la impronta. Uno de ellos, «Donde canta la Kartousch», inicia esta colección que reúne artículos, críticas y reseñas de la agenda cultural y del mundo del deporte y del espectáculo, esto es, lo que suele incluirse en las guías de ocio. Un ámbito que Roth cubrió profusamente como periodista, sobre todo en sus primeros años, y que nos revela a un autor más lúdico e irónico, comprometido en ocasiones, más disperso e informal también, por la premura del medio, que el que conocemos de sus novelas y ensayos.
Al acabar la guerra, Roth pasó a formar parte de la plantilla de Der Neue Tag (El Nuevo Día). Por primera vez tenía una actividad fija remunerada, de reportero local, y pronto mereció una sección propia titulada «Síntomas vieneses». Roth adoptó la costumbre de redactar sus artículos en cafés y restaurantes, y de vagar por las calles en busca de tipos y ambientes que describía en ocasiones con una crudeza que recuerdan los cuadros de George Grosz y Otto Dix. También alguna que otra noche tenía que abrigarse bien para salir del café Herrenhof y dar cuenta de los espectáculos y las diversiones que empezaba a ofrecer la ciudad en la temprana posguerra.
Fue así como entró en contacto con el mundo del deporte, por el que hasta entonces no había mostrado ningún interés, más bien el desdén propio del Kaffeehausliterat. «El boxeador» es la primera incursión de Roth en una disciplina que, al igual que a Bertolt Brecht y a Erich Maria Remarque, le acabaría fascinando.
En 1920, dando el mismo paso que muchos otros talentos del antiguo Imperio austrohúngaro, se mudó a Berlín, que poco a poco tomaba de Viena el testigo como capital cultural del mundo de habla alemana.
Allí encontró el trabajo primero en el Neue Berliner Zeitung; Das 12 Uhr Blatt, luego en Berliner Börsen-Courier y en el socialista Vorwärts para finalmente, en 1923, ingresar en la redacción del suplemento cultural del diario más prestigioso de Alemania: el Frankfurter Zeitung. Sería a partir de entonces su diario de cabecera y en él publicaría el grueso de su producción periodística (de ahí también que casi la mitad de los artículos de El boxeador con sotana, hasta un total de dieciocho, procedan de este periódico). La mayor parte corresponde a los años 1924 y 1925, que marcan el cénit de la carrera periodística de Roth, antes de centrarse cada vez más en la ficción.
«El roble de Goethe en Buchenwald» es el artículo que cierra esta colección de crónicas y, de hecho, el último que escribe Joseph Roth. Está fechado en mayo de 1939 y quedó inédito. Roth certifica en él la muerte de la cultura alemana. Abatido, consumido por el alcohol, él mismo moriría pocos días después en un hospital para indigentes de París.
Francisco Uzcanga Meinecke
El boxeador con sotana. Crónicas de deporte, ocio y vida cultural
Joseph Roth
Báltica, traducción de Francisco Uzcanga Meinecke, 173 pp., 18,90 €