Paul Auster, nacido en 1947, narrador, poeta, ensayista, biógrafo, guionista y cineasta, enfermo de cáncer, murió el pasado 30 de abril, a los 77 años.
Hay autores cuyo sello característico, su estilo pulido y asombrosamente personal, nos seduce desde el primer párrafo y no nos suelta hasta llegar al final, independientemente de que la historia nos atraiga más o menos. Eso ocurre con Paul Auster. Se trata de una pulsación interna, un ritmo narrativo mezclado con una chispa de aturdimiento, el mismo con el que él mismo pareció escribir, yendo a ciegas por un sendero que no sabe adónde conducía. Esta sensación de estar perdido, de invención constante, se transmite al lector, y este experimenta el milagro de rescribir la novela junto al artista.
Semejante toque intuitivo, que nace de una anécdota banal que se ramifica siguiendo un hilo invisible –tal vez como declaró hacerlo en nuestro entorno hispano Javier Marías–, parece una característica de la narrativa contemporánea. ¿Qué ocurre sino al leer a J. M. Coetzee? Esa imprevisible desolación de la vida diaria que nos comunica, insoportablemente dura en la esencia de la diosa Fortuna aunque se recubra de ficción novelesca, la novela Desgracia, del Nobel sudafricano y El libro de las ilusiones de Auster, ¿no son acaso lo mejor que ha dado la narrativa anglosajona, digamos durante los últimos lustros, junto al Michael Cunningham de Las horas?
Todo comienza en estas novelas con algo intrascendente. Por ejemplo: «Empecé dando pequeños paseos, nada más que una o dos manzanas y luego vuelta a casa», dice al comienzo el protagonista de La noche del oráculo, el escritor treintañero Sidney Orr, después de apuntar que ha estado mucho tiempo enfermo. Pero el paseo rehabilitador por Brooklyn, el 18 de septiembre de 1982 («el día en cuestión»), se convertirá en el inicio de todo un viaje, desde lo personal a los secretos del amor y la amistad conocidos y supuestos, a raíz de una visita esporádica: cuando Orr entra en el Palacio de Papel, una tienda recién inaugurada que regenta un extraño hombre chino, y allí encuentra un cuaderno azul que le anima a volver a escribir de forma automática.
Por supuesto, el lector austeriano enseguida recordará aquel inventario de casualidades llamado El cuaderno rojo; también los cuadernos en los que el escritor desaparecido en La habitación cerrada había redactado sus obras inéditas; e incluso el cuaderno donde Hector Mann, en El libro de las ilusiones, anota su diario en el periodo de hallarse asimismo en plena huida de su vida de actor de cine. Auster bebió de Auster continuamente, se saludaba a través del tiempo, recurría a las referencias que construyeron su propia voz narrativa desde que La trilogía de Nueva York le convirtió en el escritor por excelencia de la actual isla de Manhattan; se repitió, se plagió, pero a la vez también se engrandeció, pues su retórica ya avanzó el aire de una historia llena de emociones.
El pasado hecho presente
Así será, desde luego, en La noche del oráculo, que prepara nuestra expectación hacia un final brillantemente resuelto que tiene como protagonistas a la mujer de Orr, Grace, hipersensible en esa semana que va a cambiar el signo de sus vidas, y al mejor amigo de esta, el veterano escritor y veterano de guerra John Trause, cuyo hijo es drogadicto. La secuencia de hechos culminarán en una tragedia, pero llegaremos a ella pasando por fragmentos que se desmarcan demasiado de la trama principal, sobre todo el del relato que Orr crea sobre un hombre, Nick Owen, que por enésima vez en la obra de Auster huye de todo y todos, aludiendo al personaje que aparece de soslayo en El halcón maltés, Flitcraft, que dejó su lujosa vida para empezar de cero en otro estado.
A este respecto, tuve la oportunidad de preguntarle, en una entrevista a raíz precisamente de la publicación en España de La noche del oráculo, en septiembre del 2004, sobre si le había influido la narrativa de Dashiell Hammett, a lo cual contestó negativamente, añadiendo: «¿Sabes por qué usé la referencia de Flitcraft? Empecé a pensar por primera vez en La noche del oráculo hace veinte años. He tardado un largo periodo en acabar de inspirarme. En un momento dado, en medio de la redacción de las aventuras del libro, contactó conmigo el cineasta alemán Win Wenders. Había leído mis libros y le habían gustado mucho, así que me propuso que quizá podríamos hacer juntos una película». Tal cosa pasó alrededor de 1990. «Le dije que deberíamos pensar en algo, y él dijo que sería fascinante coger la historia de Flitcraft y de El halcón maltés y convertirla en película. Hacer algo con esa idea del hombre que escapa de su vida. Me senté y escribí el esquema de la película. Razones que complicaron el seguir adelante con ello, como conseguir el dinero para hacer la película, hicieron que el proyecto muriese. Pero tenía las páginas de la historia en mi cabeza todos estos años, y finalmente, cuando reuní todos los elementos que compondrían La noche del oráculo, acabé por utilizar todo eso para uno de los pasajes de la novela. Por lo tanto, Flitcraft me ha inspirado durante todos estos años».
Esa huida del personaje de Hammett extendida, reinventada en La noche del oráculo es la misma huida nuclear de la pareja protagonista de La música del azar, del anarquista culto de Leviatán, del estudiante y vagabundo Marco Fogg en El Palacio de la Luna, a mi juicio una novela más original, preciosa y deslumbrante cada día que pasa, la obra que desarrolló todos los motivos temáticos de Auster –la falta y pérdida de dinero, el sexo enamorado, el clima de cine negro, el béisbol, Hawthorne, París, el constante azar amable y cruel, la soledad y su consecuencia ulterior: huir– después de presentarlos en La trilogía. Aquel Palacio lunero fue luego, es ahora, será mañana el Palacio de Papel. Siempre ayer es (fue) hoy en la narrativa de Auster, todo es (fue) semejante, aunque cada una de sus historias esconda un enigma irrepetible.
Una máquina de escribir
Hace más de veinte años, llegaba la traducción, por parte de la editorial Anagrama, de un libro muy particular, La historia de mi máquina de escribir. Se trataba de una colaboración entre un escritor y un pintor, entre el escritor y su máquina de escribir. Por un lado, Paul Auster hablaba de su vieja Olympia, que usaba para sus novelas y cuentos desde la década de 1970; por el otro, el artista Sam Messer reflejaba tal artilugio por medio de una serie de dibujos y pinturas, de tal modo que, como decía el narrador, conseguía «convertir un objeto inanimado en un ser con una personalidad, con una presencia en el mundo». Esa máquina de escribir ya no contemplará ninguna otra obra del autor tras décadas juntos.
Auster repitió esta experiencia de escritura acompañada de imágenes con su yerno en 2023, el fotógrafo Spencer Ostrander, que también había colaborado con su suegra, Siri Hustvedt en otro libro sobre Times Square. Aquel trabajo de escritura y fotográfico se tituló Un país bañado de sangre, en que Auster se preguntó lo siguiente: «¿Por qué es tan diferente Estados Unidos y qué nos convierte en el país más violento del mundo occidental?», consciente de que la tenencia de armas y su uso descontrolado constituye un asunto que divide a los estadounidenses en un debate que no va más allá y que, a diario, observa cómo más de cien personas mueren a causa de las armas.
Pues bien, aquel libro también era una incursión autobiográfica, pues hablaba de su infancia y de lo habitual que era, entre los niños, tener juguetes como pistolas, lo que avivaba la imaginación a la hora de sentirse un vaquero en el Salvaje Oeste. Todo estaba estimulado por medio de la televisión, por supuesto, y él fue uno de esos privilegiados que tuvieron una en casa, gracias al empleo de su padre, que era dueño de una tienda de electrodomésticos. Era toda una avalancha, la de las películas de serie B sobre el Oeste, que aparecía en el televisor, y que llevó al autor a interesarse por el mundo del cine de mayor, hasta el punto de escribir guiones y dirigir películas: La vida interior de Martin Frost, Lulu on the Bridge, Blue in the Face o Smoke.
Nueva York, béisbol, azar
Auster hacía una confesión privada, sobre cómo su abuela mató a su marido y eso marcó el devenir de toda la familia. Con ello explicaba cómo un crimen intrafamiliar afecta en muchos aspectos a los demás, en especial, y seguía compartiendo anécdotas personales, extraídas de su propia biografía, que daban cuenta de detalles donde se asomaban armas. Fue el caso del periodo de seis meses que pasó en un petrolero, en que estuvo en «contacto con hombres que se habían criado entre armas de fuego y seguían viviendo en íntimos términos con ellas». Una experiencia de la que dejó su reflejo en A salto de mata, uno de sus libros autobiográficos –junto con La invención de la soledad y Experimentos con la verdad–, en que se asomaban también sus huellas narrativas, como la ciudad de Nueva York y la casualidad.
Este rastro fue identificable ya desde su primer libro relevante, Trilogía de Nueva York (1985-1986), cuando asoman los ítems antes referidos, más el tema de la huida. Así ocurre en El Palacio de la Luna(1989), y también en las magistrales El libro de las ilusiones e Invisible; o en entretenidas historias como La música del azar, Leviatán, La noche del oráculo y Brooklyn Follies; y asimismo en las de corte experimental, caso de la metaliteraria Viajes por el scriptorium y la fantasía de anticipación bélica Un hombre en la oscuridad.
Además, desde joven escribió versos, como puede comprobarse en su Poesía completa (2012). Por otro lado, en 2017 apareció su novela de muy singular título 4 3 2 1, uno de sus desafíos literarios de mayor magnitud: una historia en que Auster ahondó en la red de coincidencias y simultaneidades que dan como resultado un destino sorprendente en la vida de sus personajes. Contaba así cómo Archibald Isaac Ferguson, nacido como el propio escritor en 1947, en un hospital de Newark, experimentará una suerte de desdoblamiento con cuatro personajes más que comparten el mismo nacimiento y ADN.
Como en muchas de sus obras, aquí también había un paralelismo entre el sino de los personajes y la historia de los Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX; por ejemplo, en cuanto a las reacciones de los personajes acerca de acontecimientos señeros como las revueltas estudiantiles o el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy. Y todo con un Archibald que se convierte en cuatro existencias «paralelas y totalmente diferentes», «cuatro chicos que son el mismo chico». Aquel Auster, semanas atrás, había alcanzado los setenta años, y según contó, necesitaba un descanso, tras ese novelón de mil páginas, en el terreno de la ficción.
Informe de sí mismo
Entretanto, apareció un libro autoanalítico, Una vida en palabras. Conversaciones con I. B. Siegumfeldt (2018), en que una profesora danesa demostró el absoluto conocimiento que tiene de la obra del autor de Nueva Jersey, amén de una gran capacidad para sugerir modos de reflexión que empujen a revisar libro a libro toda esta maravillosa trayectoria. De este modo, y aunque la entrevistadora, siempre brillante, no cuestionaba las obras, ensalzándolas directamente –Auster escribió varias bastante irregulares–, el libro era una formidable vía para adentrarse en las que en aquel momento eran sus diecisiete novelas y cinco libros autobiográficos, es decir, la casi totalidad de sus creaciones.
Estas conversaciones con I. B. Siegumfeldt nos colocaron ante un Auster entre informal y filosófico, que reivindicaba su vena poética y para quien todo era «incertidumbre», cada proyecto literario un nuevo inicio con las mismas inseguridades y dudas. Las charlas se realizaron entre los noviembres de 2011 y 2013, es decir, cuando Auster preparaba Diario de invierno, en que se revisaba a sí mismo a partir del estudio de su cuerpo en la que consideraba la última estación de su vida, e Informe del interior, un ejercicio memorístico con él de niño, adolescente, joven. Aquel muchacho, en su momento, fue un ávido lector de un escritor al que acabó dedicando otras mil páginas: Stephen Crane (1871-1900). De ese modo, en La llama inmortal de Stephen Crane (2021), recreó la vida y obra de este escritor, periodista y poeta, autor de La roja insignia roja del valor en 1895.
En ese Informe del interior Auster transcribía unas cartas que un buen día su exmujer, la escritora Lydia Davis, le envió con motivo de una donación a una biblioteca. Por entonces, hacía ya lustros que era una estrella internacional, que el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006 vino a reconocer, y nos deja una de las trayectorias más atractivas y originales de las últimas décadas en el mundo de la literatura, aparte de una última obra, de este mismo año, Baumgartner, en que usó un alter ego para hablar de la enfermedad, la vejez, la muerte, la viudedad, ahora la de su esposa, Siri Hustvedt.
Así las cosas, su última novela sabe a reflexión sobre su propia vejez y la amenaza de la muerte por el cáncer que padeció. Por tanto, era un Auster conocido, el lacónico que ya había escrito una novela corta que era y no era lo que parecía, texto híbrido y experimental, literario y cinematográfico a partes iguales. Nos referimos a cómo, a sus sesenta años, el escritor de Nueva Jersey se sentó ante su escritorio y se dejó llevar por la presencia en la memoria de sus personajes, que llamaron a su puerta en busca de explicaciones y escribió Viajes por el Scriptorium; estos estaban compuestos por esta intención metaliteraria, y el lector percibía que el texto era autorreferencial y que buscaba la empatía, bien es verdad que de forma exigente y compleja, de quien sabía que, en obras anteriores, ya existieron personajes que resurgían en páginas nuevas.
Toni Montesinos