Para hacernos eco de la muerte de Alain Touraine, recuperamos la entrevista que le hiciera en su momento nuestro redactor jefe, Toni Montesinos, en el 2005, a raíz de la publicación de uno de sus libros.
A sus ochenta años, el sociólogo francés Alain Touraine está en plena forma. Acaba de publicar en la editorial Paidós Un nuevo paradigma. Para comprender el mundo de hoy. Y a tal menester –analizar la función del individuo en su realidad circundante– se ha dedicado durante su larguísima trayectoria, desde que se licenciara en 1950 en la École Normale Superieure de París, para luego completar sus estudios en las universidades de Columbia, Chicago y Harvard, hasta el día de hoy. Investigador del Consejo Nacional de Investigación Francés; fundador del Centro de Estudios para la Sociología del Trabajo de la Universidad de Chile; investigador de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales de París, donde fundó el Centro de Análisis y de Intervención Sociológicos, Touraine es una institución dentro de las ciencias sociales, un conversador infatigable, un lúcido intérprete de este último siglo cambiante, violento y tecnificado.
Es autor de más 20 libros, entre los que se encuentran: Vida y muerte del Chile popular, Sociedades dependientes, Actores sociales y sistemas políticos en América Latina, La evolución del trabajo obrero en las fábricas Renault (1955), Sociología de la acción (1965), Introducción a la sociología (1978), El regreso del actor (1982) y Movimientos sociales de hoy: actores y analistas (1990). [Con posterioridad a la presente entrevista, el autor publicó en español los libros: El mundo de las mujeres (2007), La mirada social. Un marco de pensamiento distinto para el siglo XXI (2009), ¿Cómo salir del liberalismo? (2011), Después de la crisis (2013) y El fin de las sociedades (2016).]
A cierta distancia, e incluso cara a cara, su rostro tiene un gran parecido con el del dramaturgo Arthur Miller. Cuando se le menciona tal cosa, él prefiere replicar –como algunas veces le han dicho– que es «casi tan bello» como Samuel Beckett. Y en verdad Touraine se asemeja a ambos. Habla con vehemencia, con la sabiduría que dan tantos años de experiencia como estudioso de muchas realidades sociales en Europa y América, y pese a su avanzada edad, y al torrente de obligaciones que en pocas horas le han conducido a Barcelona –conferencias, cenas, entrevistas, la presentación de su último libro–, el sociólogo francés conserva las energías, y todo lo escruta, pues, tal como reza el tópico, nada de lo humano le es ajeno.
No podríamos empezar de otra manera que interesarnos por lo que opina usted, desde su experimentado punto de vista sociológico, sobre los disturbios acaecidos en Francia recientemente. [Del 27 de octubre cerca de París y que se extendieron al resto del país y Europa; se produjo el incendio de coches y violentos enfrentamientos entre cientos de jóvenes y la policía francesa, a partir de la muerte de dos musulmanes de origen africano mientras escapaban de la policía en una comuna pobre. El ministro de Interior por entonces, Nicolas Sarkozy, llamó a los manifestantes iniciales «escoria».]
En primer lugar, he de decir que todo el mundo conocía la existencia de graves problemas sociales; cada año siempre había algún joven detenido por la policía por una razón u otra en ese tipo de barrios. Hubo incluso un par de películas que trató esta clase de asuntos, el hecho de que se sabe que hay un tipo humano –árabes franceses que hablan con un lenguaje muy especial– al que, en resumidas cuentas, le falta algo. Pero, como en toda etapa de crisis (las protagonizadas por el proletariado, por ejemplo, en el siglo XIX), esta gente, al carecer de recursos, no tiene posibilidades de actuar ni de cambiar las cosas.
¿Se podía esperar algo así, entonces?
Lo que pasó de repente, algo que no estaba especialmente previsto, es que todo eso estalló de manera totalmente no programática, sin metas, sin estrategias, sin ideologías, sin nada. Es en realidad una actuación de destrucción, a veces casi al límite del suicidio, por cuanto se queman cosas como la escuela donde tal vez los propios familiares van a estudiar.
¿Hasta qué punto el problema tiene que ver con la inmigración?
Quiero decir una cosa, pensando especialmente en los españoles y los italianos, para que no cometan el error de considerar su inmigración como una cosa de recién llegados con problemas de integración. Los franceses de esos disturbios no tienen problemas de integración; son nietos o hijos de ciudadanos ya asentados en Francia, de segunda o tercera generación; son los hijos de las personas que llegaron a París y contribuyeron a la reconstrucción de la ciudad en los años cincuenta.
Así pues, ¿cuál sería el verdadero origen de la crisis?
Hay tres aspectos diferentes en esta crisis; primero, la ausencia de perspectiva económica y profesional; el ascensor social está parado. Muchas veces, hasta el cuarenta por ciento de estos jóvenes no tienen trabajo, y aunque reciben la ayuda del Estado o del municipio, acaban cometiendo robos o se meten en la droga, dedicándose en definitiva a tareas ilegales. Es sin duda una situación desesperante, sin perspectivas. En segundo lugar, resulta evidente, tal como se vio en Inglaterra o en los Estados Unidos, que hay una reacción negativa masiva de la población contra los árabes y contra la amenaza del Islam, a pesar de que no hay ningún contenido religioso en este problema. En tercer lugar, existe un elemento puntual: estas familias se cierran en sí mismas e intensifican el control sobre la mujer, manteniéndose a la defensiva. Es un movimiento a la vez económico y cultural; ni puramente económico ni puramente religioso; se trataría más bien de una mezcla, de un problema de identidad que se traduce en términos totalmente negativos, de destrucción, de odio. No tiene ninguna meta, ningún discurso que defender.
En este complejo asunto, incluso algunas voces en Francia han entonado un mea culpa por haber marginado a ciertas capas sociales a sabiendas.
No es costumbre de los políticos el hecho de practicar un «mea culpa», y además, como llegaron todos juntos al poder en un momento u otro, uno no puede decir: «Es culpa del otro». Son fenómenos que se desarrollan durante veinte años y no creo que las diferencias en este sentido de los diferentes gobiernos hayan sido muy grandes. Es cierto, sin embargo, que los últimos gobiernos han disminuido el apoyo financiero a las organizaciones de trabajadores.
¿Ha habido, por parte de los intelectuales, alguna opinión o denuncia digna de mención al respecto?
Yo diría que la gran mayoría de los intelectuales franceses no sabe más que el resto de la población sobre este problema. Mi grupo de investigación es un poco especial, porque hace años publicamos, por ejemplo, un estudio comparativo de los inmigrantes en Inglaterra y en Francia. Hace poco tiempo, mi sucesor en el centro que dirijo ha publicado un libro sobre el antisemitismo en el cual se estudia la «arabofobia». Así pues, nosotros poseemos una gran cantidad de información al respecto, y además hay otros grupos de sociólogos jóvenes interesados en la vida en esta clase de barrios, donde nos encontramos con un estado reaccionario en el que los hermanos mayores controlan cada vez más a sus hermanas.
¿La sociología ha obtenido un perfil claro de las personas que inician esas revueltas callejeras?
Precisamente, existe un pequeño libro de dos investigadores de mi grupo que han visto la creación de un determinado mito, la quintaesencia del «malo»: el joven árabe violento, violador, etcétera, la figura del diablo en resumidas cuentas. Sin embargo, las estadísticas no demuestran que la criminalidad de este sector de la población sea más fuerte que en otro. Con toda franqueza, los políticos, los intelectuales, los trabajadores sociales, la gente de los medios de comunicación… todo el mundo sabe que estos problemas existen e incluso son definidos en términos aceptables, aunque muy poca gente ha reflexionado sobre el problema básico. Una de las excepciones es una investigadora que conocía a fondo la comunidad turca, que es fundamentalmente una comunidad muy cerrada en sí misma.
En su libro ¿Podremos vivir juntos?, usa el término «despolitización». ¿Se refiere a que la sociedad se aleja de lo político de forma paulatina?
¿La política qué significa? La política es el alcalde y no los partidos políticos. El alcalde sí que es importante; interviene en muchas cosas concretas, creando un campo de deporte o cosas así. La política como tal no tiene papel; es la sociedad la que establece prioridades y eso es a mí lo que me interesa más, el fondo de eso, no la mera situación de esos jóvenes, sino la representación que los demás hacen de ello desde el sentimiento de nación. La causa fundamental de esto que digo, lo que hay que cambiar, reside en esta representación cultural-sentimental por parte de los franceses en la definición de su propia nación como república, como Estado, frente a esa gente que aparece como una amenaza. Incluso se llegó a hablar de las «clases peligrosas». Para mucha gente, la edad es una categoría peligrosa.
En otro de sus libros, Cómo salir del liberalismo, afirma: «Ha llegado el momento de redefinir una política de lo posible». ¿A qué se refiere?
Hay muchas cosas posibles. Insisto: se trata de la imagen que los franceses tienen de sí mismos y de los demás. El asunto capital es este falso universalismo, esta enorme resistencia de toda la sociedad francesa a aceptar cierto grado de diversidad cultural. De repente, diversidad cultural aparece como victoria de los comunitarismos o pérdida de las libertades públicas.
¿Y el no a la Constitución Europea también sería representativo de la postura de la actual sociedad francesa?
Es un problema complicado. No es un no a la idea socialdemócrata de que hay que combinar economía abierta y política del bienestar desde la intervención del Estado. Hay en Francia, más que en otros países, una resistencia, una amargura frente a la situación actual, un antiamericanismo exagerado en el sentido de que ellos son responsables de todo y nosotros no podemos hacer nada. Yo me opongo rotundamente a esta fórmula. Después de un fracaso relativo de la construcción europea, de estas sociedades democráticas que avanzan jadeantes, hay una reacción de un cierto fundamentalismo izquierdizante. Entre los jóvenes, lo común es el rechazo, se respira la falta de propuestas, no hay programas ni estrategias. Probablemente, hay que reconstituir grupos de base que puedan organizar encuentros en los barrios, reestablecer la comunicación. Estos jóvenes, en un momento u otro, no querrán permanecer callados.
Y en cuanto a la Unión Europea, ¿cómo cree que se están haciendo las cosas?
Europa se ha limitado a aplicar un mecanismo de redistribución. El problema actual es que el dinero que se le dio al campesino español, por ejemplo, también se le quiere dar al campesino polaco. Es un tema muy importante para los polacos pero que no está relacionado con lo que originó el problema de las sublevaciones en Francia.
Al hilo de esa distancia que crece entre el político y el ciudadano, en alguna entrevista ha explicado cómo han cambiado las tornas en los partidos de izquierda y derecha en torno al colectivismo y el individualismo, todo enfocado a eso que usted mismo ha denunciado: el pensamiento único.
En la actualidad, no considero necesario mencionar los partidos políticos. El partido socialista durante años no ha dicho nada, ni tampoco el partido de centroderecha. Ni siquiera ante esta revuelta destructiva, llena de odio, de gente que pertenece al mismo ámbito, personas que se rebelan en contra de la propia familia aunque sean parte de ella. He ahí la ambivalencia. No hay textos, no hay declaraciones, lo que es un indicador de una crisis profunda. Por lo momento, no hay apenas indicios de un movimiento político y social. Estamos sólo en una lógica de la destrucción.
Toni Montesinos