Puede que el mantra literario de nuestro tiempo sea la loa a lo inaprensible. No han sido pocos los autores que lo han cultivado y no les falta razón. Quizá el que mejor lo ha hecho recientemente sea Miguel Ángel Hernández en El dolor de los demás. Ahí se dice aquello de que la literatura es perseguir algo sin llegar nunca a atraparlo, simplemente sobrevolándolo permanentemente. Y, en ese continuo buscar, se encuentra el hecho literario mismo. Igualmente, J. R. Moheringer habla de tenerlo o de no tenerlo, refiriéndose al «don» de saber buscar, no del talento mismo, en su obra recientemente llevada al cine por George Clooney, El bar de las grandes esperanzas. Quizá dentro de cien años los paradigmas hayan cambiado y el intangible que supone crear no nos parezca tan misterioso, etéreo o atractivo. Sin embargo, hoy en día es más necesario que nunca reivindicarlo.
Vivimos sometidos a un gran ruido mediático. Cada semana aparecen un puñado de supuestas obras maestras, el ejercicio de la crítica literaria está prácticamente desterrado de nuestro ámbito y, si existe, se ha convertido en una coda de la promoción editorial. Bien, pues en este contexto tan resbaladizo, conviene estar pendiente de la labor de una serie de pequeñas y medianas casas editoriales que se esfuerzan por romper la dinámica imperante. Probablemente nunca harán fortuna, pero construyen catálogos de los que sentirse orgullosos, pues gusten más o menos, sus parámetros son estrictamente literarios. Cruzar el agua de Luisa Etxenike supone un ejemplo de novela pequeña, pero profundamente lírica y plena de hallazgos. Esto no es una afirmación hueca, pues el texto está trufado de sentencias como «es fácil asociar la sinceridad y la derrota», cuyos ecos nos recuerdan a las afirmaciones del gran Jules Renard, sin ir más lejos.
Etxenike posee una singular capacidad para atraparnos en misterios menores, de esos que pueblan la existencia común (no adictivos que dirían en otros lares, sino emotivos). En pocas páginas y muchos sentires le da voz a una inmigrante colombiana cuyo hijo no puede hablar y cuya patrona es una modista ciega. Sin embargo, y aunque las tramas cuentan, lo realmente importante es que esta es una obra de personas que se relatan a sí mismas y a sus percepciones sobre la existencia y el dolor. Contar es, en definitiva, desnudarse, y todos los personajes lo hacen, hasta el crío que no articula palabra.
En menos de doscientas páginas caben secretos, catarsis y ajustes de cuentas con la vida. No son ajenas las reflexiones sobre la sexualidad, los desajustes sensoriales, las quiebras del destino, la fatalidad y hasta sobre la creación literaria como elemento transformador. Otro lugar común, no por ello menos cierto de nuestro tiempo, es que el acto de escribir nos destila, permitiendo orear de manera pretendidamente ficcional los males del alma, para poder seguir viviendo. Al escribirlo deja de ser nuestro, pero al mismo tiempo no puede dejar de serlo. Ha cobrado corporeidad, negro sobre blanco, y ya podemos pelear en otro plano con lo que sea que nos atormentaba. Bien, pues así lo afronta Manuela, un ejemplo cotidiano de superación al que no hay que restarle un ápice de valentía, la de aquellos que cruzan el mar para buscar una vida mejor (o para satisfacer algún anhelo íntimo en la travesía).
Manuela, al igual que el grupo de amigas inmigrantes que acuden a un taller de relato, conforman una suerte estructura interconectada. Suponen junto a Irene, la modista, un canto a la sororidad. Todas pelean juntas por realizarse como mujeres en tierra extraña. Compromiso social y sugerencia poética son, en manos de Luisa Etxenike, aliados singulares y poderosos.
Juan Laborda Barceló
CRUZAR EL AGUA
Luisa Etxenike
Nocturna ediciones, 190 PP., 16 €