Os salvaré la vida, Joaquín Leguina y Rubén Buren, Espasa, 350 pp., 19,90 €.
Premio 2017 de Novela Histórica Alfonso X el Sabio.
Melchor Rodríguez (1893-1972) es una de las figuras de nuestra Guerra Civil más interesantes y, posiblemente, menos conocidas. Nacido en Sevilla y criado en un hospicio, desempeñó varios oficios hasta dar en el de matador de novillos, que creyó que le proporcionaría gloria y fortuna, pero como a tantos otros, pronto las cornadas le apartaron de los ruedos. Afincado en Madrid, ingresó en la UGT, correa de transmisión sindical del PSOE, pero enseguida se afilió a un grupo ácrata conocido como «Los Libertos», y colaboró en el periódico La Tierra, órgano de los anarcosindicalistas. Durante el reinado constitucional de Alfonso XIII, y durante la Dictadura de Primo de Rivera, fue encarcelado varias veces. Proclamada la República, en 1934 fue elegido concejal del Ayuntamiento madrileño, y al estallar la contienda fratricida se adhirió a la causa del Gobierno legítimamente constituido. En noviembre de aquel año 1936 fue nombrado delegado especial de prisiones, cargo equivalente al de director general. El ministro de Justicia, en el gobierno del socialista Francisco Largo Caballero, era el también anarquista Juan García Oliver.
A partir de ahí, Melchor Rodríguez consiguió algo que parecía imposible: restableció en sus cargos a los funcionarios de prisiones, despidiendo a los milicianos que se habían responsabilizado de la custodia de los detenidos, y cesaron las sacas de presos: sólo se cumplieron las sentencias de muerte dictadas por los Tribunales Populares. Dio órdenes para que, bajo ningún pretexto, se pusiese en libertad a ningún preso después de la seis de la tarde ni antes de las ocho de la mañana, por estimar estas horas como peligrosas, y ordenó también que no se efectuase el traslado de ningún recluso de una cárcel a otro sin las debidas garantías. También facilitó que los presos detenidos pudiesen comunicarse con sus familias. Todo ello propició que en algunos sectores de los sublevados fuese conocido como el Ángel Rojo, sin que faltase quien dentro de su propio campo le acusase de quintacolumnista.
Cesó en su cargo en marzo de 1937, y al finalizar la guerra se quedó en Madrid, cuyo Ayuntamiento, como último Alcalde republicano, entregó a las tropas que ocuparon la capital. Detenido, procesado y condenado en un consejo de guerra por el delito de auxilio a la rebelión militar, salvó el pellejo, posiblemente, gracias a la intervención del general Agustín Muñoz Grandes, ex secretario general de FET y de las JONS, que, presente en el juicio, declaró a su favor por haberle salvado la vida. Un año y medio después, y merced a dicho general y otras personalidades del nuevo régimen, fue puesto en libertad, lo que, a los ojos de algunos vencidos, lo convirtió en sospechoso de connivencia con los vencedores, y a partir de entonces alternó su trabajo en una compañía de seguros con la tarea de conseguir la libertad de diversos presos republicanos. A su entierro acudieron viejos militantes de la CNT y algunas personalidades franquistas. Su féretro fue cubierto con la bandera rojinegra del movimiento libertario, y los católicos que acudieron rezaron un padrenuestro por el alma del difunto. Diego Abad de Santillán, el viejo líder ácrata, autor del libro Por qué perdimos la guerra, escribió que «el acto fue conmovedor: un testimonio de honor a la trayectoria de un hombre bueno, generoso y abnegado que mantuvo en alto, hasta el fin, su idea y su conducta humana».
Sobre Melchor Rodríguez era muy poco lo que se conocía, pero conviene recordar que ya en noviembre de 1975 —es decir, con el general Franco a punto de dejarlo todo atado y bien atado—, Juan Antonio Pérez Mateos, en su libro Entre el azar y la muerte. Testimonios de la Guerra Civil (Planeta), publicó una semblanza entusiasta: Melchor Rodríguez: el hombre que salvó la vida a 1.532 presos en Alcalá.
Ahora, Joaquín Leguina y Rubén Buren nos ofrecen una versión novelada de la vida y las hazañas de aquel Ángel Rojo. Leguina (Villaescusa, Cantabria, 1941), fue durante doce años presidente de la Comunidad de Madrid, y durante once secretario general de la Federación Socialista Madrileña, pero sus veleidades literarias parece que se han impuesto a su vocación política —su novela Tu nombre envenena mis sueños incluso ha sido llevada al cine—. Rubén Buren (Madrid, 1974), es, al parecer, un hombre orquesta: dramaturgo, músico, humorista, pintor, guionista y director de teatro, según nos informan sus editores, y es biznieto de Melchor Rodríguez. De la colaboración de entrambos es fruto esta novelita, bastante cutre, Os salvaré la vida, con unos personajes de cartón piedra que no superan el papel, más que tópico, que se les ha asignado, y que no pasará a la historia de la literatura por su excelencia, ni a la historia, a secas, por su rigor.
De la condesa de Quintana, por ejemplo, se nos dice que lucía «unas largas y torneadas piernas», pese a que luego se la describe como «una mujer menuda». Prodigios de la madre Naturaleza, que de «apocada», según se nos explica, la convierte en «una fervorosa adoradora de Eros». Al examinar el «rancho» de una prisión, nos cuentan los autores, Melchor Rodríguez «mandó tirar una ollas que olían a podrido y sabían a excremento de rata». Confiemos en que ni Leguina ni Buren hayan probado en su vida tal excremento, y que todo sea una licencia poética.
De Santiago Alba se afirma que era «jefe del Gobierno» cuando el pronunciamiento del general Primo de Rivera instauró la dictadura militar. Pero en septiembre de 1923 el jefe del Gobierno no era Alba sino Manuel García Prieto; Alba, bien a su pesar, nunca alcanzó tal prebenda, sueño dorado de todo político que se precie; era ministro de Estado, antigua denominación del hoy Ministerio de Asuntos Exteriores.
El 14 de abril de 1931, el número de concejales republicanos electos en toda España no fue superior al resto, es decir los concejales monárquicos, tal como escriben Leguina y Buren, sino al revés, mal que nos pese, pero el triunfo de la coalición republicano-socialista en Madrid y las principales capitales fue decisivo para que el rey perjuro se viese obligado a acatar la orden de expulsión dictada por el Gobierno Provisional.
Quien estuvo al lado del protagonista en sus últimas horas fue Javier Martín Artajo, tal como documenta Pérez Mateos, antes citado, no Alberto Martín-Artajo; al pío exministro de Asuntos Exteriores de Franco, ni borracho de agua del Carmen se le hubiera ocurrido presentarse en el hospital con una corbata luciendo los colores rojinegros de la Confederación.
Y así sucesivamente, en una novela que ha ganado el Premio de Novela Histórica Alfonso X el Sabio. Si los autores desconocen nuestra historia más reciente, cabría esperar que el jurado que le otorgó tal galardón, presidido por la novelista Soledad Puértolas, fuese menos ignorante.
Tal vez la militancia socialista de Leguina, y la herencia ácrata de Buren, ha condicionado, además, una visión un tanto maniquea de los hechos, en la que, dentro del campo republicano, los comunistas, con Santiago Carrillo a la cabeza —y sus supuestos testaferros como el doctor Negrín, jefe del Gobierno—, son los malos de la película.
Pero lo peor está por llegar. Los autores —¿el expresidente de la Comunidad de Madrid sin conocimiento del hombre orquesta?, ¿el hombre orquesta sin conocimiento del expresidente de la Comunidad de Madrid?, ¿ambos compinches de común acuerdo?— han plagiado, se crea o no se crea, un par de párrafos enteros de La forja de un rebelde, la obra de Arturo Barea (Madrid, 1897-Londres, 1957) publicada en su exilio en el Reino Unido entre 1941 y 1944 en lengua inglesa, y que vio la luz en castellano, en Editorial Losada, en Buenos Aires, en 1951. Al jurado del premio que otorga la Editorial Espasa, de nombre tan rimbombante, visto que los conocimientos históricos no son su fuerte, sí que cabría exigirle una mínima cultura literaria: Arturo Barea no es, precisamente, un piernas.
A propósito de los incendios en Madrid tras el fracaso del golpe de Estado de julio del 36, Arturo Barea escribió:
¿Qué hubiera ocurrido si nuestro antiguo padre prefecto hubiera abierto de par en par las puertas de la iglesia y del colegio y se hubiera quedado él allí, bajo el dintel, frente a frente al populacho, erguido, con su cabeza alta, con sus cabellos de plata azotados al viento?
Más tarde aprendí que esta ilusión mía no era vana: el cura párroco de la iglesia de la Paloma —la más popular de todo Madrid— había puesto las llaves de la iglesia en manos de las milicias, y su iglesia y las obras de arte que encerraban fueron salvadas y respetadas, aunque demolieron los santos de cartón de piedra y se llevaron los candeleros de latón, para hacer cartuchos. Y lo mismo pasó con San Sebastián, con San Ginés y con docenas de otras iglesias que se habían mantenido intactas, algunas de ellas en espera de las bombas que iban a caer.
(Arturo Barea, La forja de un rebelde, 3. La llama, p. 125, Ediciones Turner, Madrid, 1984, y también en la edición prologada por Nigel Towson, pp. 616 y 617, Editorial Debate, S. A., Barcelona, 2000).
Y los autores de Os salvaré la vida, a propósito de los mismos hechos:
¿Qué habría ocurrido si el antiguo padre prefecto hubiera abierto de par en par las puertas de la iglesia y del colegio y se hubiera quedado él allí, bajo el dintel, frente a frente con los asaltantes? No le habrían atacado, estaba seguro. Como hizo el cura de la iglesia de la Paloma, que había puesto las llaves de la iglesia en manos de las milicias, y su iglesia y las obras de arte que encerraba fueron salvadas y respetadas, aunque demolieron los santos de cartón piedra y se llevaron los candeleros de latón para hacer cartuchos. Y lo mismo pasó con San Sebastián, con San Ginés y con docenas de otras iglesias que se habían mantenido intactas, algunas de ellas en espera de las bombas que iban a caer.
(Joaquín Leguina/Rubén Buren, Os salvaré la vida, p. 247, Espasa Libros, S. L. U., Barcelona, 2017)
Bien está, señor Buren, que Bakunin predicara que «la propiedad es un robo», pero cobrar derechos de autor a costa de lo que han escrito otros nos parece doblemente feo; lo de «100 años de honradez», señor Leguina, debería ser para usted algo más que un eslogan, una norma de conducta.
El libro se cierra con un epílogo de José Antonio Martín Otin, que no entendemos cómo se ha prestado a este juego sucio.
Melchor Rodríguez, creemos, se merecía —y se merece— una obra mucho mejor, en forma de novela o en forma de biografía, y no este híbrido que, a nuestro modesto entender, no se aguanta por parte alguna. En cualquier caso, el que parece ser era el lema que guio toda su actuación durante la contienda fratricida, sigue vigente: «Se puede morir por las ideas, pero no matar por ellas».