Las rosas de la vida. Antología de poesía francesa
Selección y traducción de Carlos Clementson. Edición bilingüe
Eneida
Las antologías generalistas concebidas para recoger lo mejor de la poesía de un país (o, si no lo mejor, al menos lo más representativo de un autor o de un siglo) tienen la virtud añadida de mostrarnos el camino de una lengua, los lentos pulidos que han ido definiendo nuestras palabras hasta un penúltimo grado de pureza. Por otra parte, también nos enseñan los vaivenes de un símil o una metáfora, desde sus primeros destellos en el mundo de las imágenes hasta su cristalización en diferentes páginas y diferentes siglos, cada uno con su propia comprensión de lo que aún se resiste a ser un lugar común. En Francia las rosas de Rostand (1524-1585) pueden asemejarse a las de Clément Marot (1496-1544) puesto que ambos las recogen en el mismo castillo, allí donde las princesas o las doncellas amadas se miran en el espejo de un jardín que parece cultivado solamente para mostrarles su hermosura mejor que cualquier transparente reflejo de un río; pero nada tienen que ver ya con esas rosas de Jean Moréas (1856-1910) que encarnan todo cuanto uno ama y todo cuanto uno pierde, instantes de una belleza pasajera, ni con la Rosa en la que un Verlaine (1844-1896) crucificado por sus vicios y deseoso de encontrar a Jesucristo descubre en aquel que insólitamente nació para salvarle, “Rosa inmensa de los puros vientos de amor”: aquí la rosa adquiere una condición múltiple, pues es rosa de la belleza, del amor y también del destino.
Carlos Clementson ha firmado la que posiblemente sea la antología más completa de poesía francesa (empieza con Villon y termina con Valéry, es decir: 500 años de versos, desde el medievo al siglo XX) publicada en lengua española, pero a su afán totalista hay que añadir el excelente trabajo realizado en la traducción y el amplísimo conocimiento que Clementson demuestra en su extensa introducción, un trabajo erudito que, aparte de evidenciar el amor por el tema del que se ocupa, bien podría haber constituido un libro aparte. Poetas tan conocidos como los mencionados Villon y Rostand se mezclan con genios que debieron de crecer a la sombra de los grandes nombres pero que aquí son rescatados y reivindicados por la belleza de sus obras: la bella Pernette de Guillet, que murió joven e inspiró la poesía de Maurice Scéve, su profesor —y a quien se le llamó “el Mallarmé del Renacimiento”, así como hay un “Mallarmé de los árabes”, Abū-Tammām, según Adonis—, y esa otra princesita renacentista que fue Louise Labé, “la bella Cordelera”, que, insomne de un amor atormentado, sin fuerzas se tendía entre las sábanas para “gritar mi mal la noche entera”: a miles de kilómetros de su largo lamento, una poeta tres años mayor que ella, Gaspara Stampa, escribía versos similares entre estatuas de mármol y cortinones rojos (“ah mi dueño ilustre, por quien luego he esparcido tanta pena”), aunque de Gaspara podemos estar seguros que existió; en cambio Louise Labé pudo ser una impostura, un “personaje de papel”, inventado por un grupo de poetas del entorno de Maurice Scéve, si la académica Mireille Huchon —y quien respaldó públicamente esta teoría, Marc Fumaroli— está en lo cierto. Pero entre los poetas del Renacimiento, quizá pocos tengan el encanto de Agrippa D’Aubigné, que en su soneto “D’Aubigné soñando que suspiraba por Diana” es capaz de crear un perfecto suspense en poesía que se resuelve maravillosamente en el último verso.
Si los siglos que discurren desde el final del medievo hasta la Ilustración se encuentran perfectamente representados, con nombres inevitables (de Villon a Voltaire, pasando por Corneille o La Fontaine), los siglos XIX y XX, en los que la poesía francesa alcanza su esplendor, no podían tener una representación menor, y Clementson ha dedicado la mitad del libro a mostrar ese juego de luces crepusculares que recorre la literatura de Francia desde Lamartine a Valéry, comenzando sin embargo por una romántica sencilla, casi olvidada y muy desatendida como Marceline Desbordes-Valmore, en quien Baudelaire encontró una hermana de infortunios y cuya poesía apreciaba.
El impresionante trabajo de Clementson como editor y traductor asombra todavía más teniendo en cuenta que se ha encargado con idéntico cuidado de otras antologías de parecida complejidad y envergadura. Suyos son los libros Alma minha gentil, La belleza es verdad, Bellas estrellas de la osa, Esta luz de Sinera y Sinfonía atlántica, corredores ejemplares para conocer (en edición bilingüe) la poesía portuguesa, inglesa, italiana, catalana y gallega, de la mano de un estudioso enamorado de sus grandes favoritos y —cosa que tan frecuentemente se echa en falta en las traducciones de poesía, esa eterna maltratada— siempre con el oído en una clave bien temperada.
Agua viva
Clarice Lispector. Traducción de Elena Losada
Siruela
No es ninguna casualidad que esta novela abstracta tenga como narradora a una mujer que ha estudiado matemáticas (“He estudiado matemáticas, que son la locura de la razón”). Clarice Lispector ya contó la historia de un individuo parecido, alguien que había sido arrebatado por una locura similar. Lo hizo en un relato que yo sitúo entre los mejores que se hayan escrito nunca, en cualquier tiempo y en cualquier lengua. Clarice lo tituló “El crimen del profesor de matemáticas”, y en él lo que tenemos es a un hombre bajo un árbol, a punto de enterrar a un perro, que entierra a un perro y que después lo desentierra. Es un hombre que piensa no en el amo que tuvo un perro sino en el perro que tuvo una persona. El perro que se dispone a enterrar no es suyo, su perro es otro, “todos los días un perro que podía abandonarse”. (Leamos esta frase en el relato y veremos que es mucho más que una frase: es una de esas frases-conjuro que sólo encontramos, perfectamente destilada y cristalizada, en la mejor literatura). A ratos, en un relato de apenas siete páginas, tiene lugar una inversión de la mirada, un ver las cosas desde el lado del perro, que nos descubre a un hombre cansado y lleno de pesar, no al lógico profesor de matemáticas que “mira con precisión”, que “determina rigurosamente”, que posee “una cabeza matemática fría e inteligente”, sino al profunda y repentinamente sensitivo que deja de ver a un perro para encontrarse, ya sin remedio, con esta inocente manzana iluminada: el alma del perro. El lugar es tan recogido y tan inmenso como el cuento: una cima apartada en “la colina más alta”, un árbol solitario, “falso centro” que “dividía simétricamente el llano”, una plaza allá abajo por la que se derraman las voces dispersas de los niños, una iglesia donde los fieles entran “lenta y delicadamente”, un río distante, la montaña. Casi desde la primera frase se percibe, como enroscado a un viento que no se menciona (no hace tanto frío, el cielo es claro), el dolor cada vez menos soterrado de un pesar, una culpa. Pero la culpa que el cuento desentraña no se paga enterrando a un perro ajeno, ni tampoco desenterrándolo, ni dejando a la intemperie su cadáver. La culpa no se paga, ni existe “una manera de no castigarse” por una falta tan fríamente ganada. El hombre mira entonces a todas partes, esperando testigos para lo que ha hecho. “Y como si aún no bastara, comenzó a descender las laderas en dirección al seno de la familia.”
El relato tiene tres descensos: el descenso del hombre hacia sí mismo (un descenso ontológico a un universo personal), el descenso del hombre a la tumba del perro (un descenso real a un lugar físico) y el descenso del hombre por las laderas hacia el seno de la familia (un descenso real a un universo general; pero inquieta el matiz con que se enfría antes de tiempo el calor que debería irradiar del seno familiar: ese espeluznante como si aún no bastara). A partir de ese lugar ya no es posible descender más. Uno ha llegado al último rincón del bosque, el que arroja sus semillas al fondo del ser, el que crea por una pura relación de afectos estas insoportables manzanas en la oscuridad. Aquí resuena con fuerza la idea que sostiene la poética de Keats: el amor es un momento del adiós, la vida es un momento de la muerte, y, ya como en Baudelaire, la amada es una breve concesión de la carroña, y esa idea se sienta a nuestro lado y lee con nosotros. Su presencia es tan delicada como los católicos que entran a la iglesia en la ciudad de allá abajo. Pero también es pavorosa. Está aquí, la tocamos, la sentimos respirar a nuestro lado (“todos los días un perro que podía abandonarse”). Y sin embargo hay algo todavía peor que eso: ella también nos toca.
Lo que Clarice Lispector consiguió en ese relato, publicado en 1945 con el título mucho más simplificado de O crime (“El crimen”), logró llevarlo a su extremo veintiocho años después en Agua viva. Si “El crimen del profesor de matemáticas” fue concebido como un enigma, en el que las sensaciones sustituyen al argumento narrativo —y todo pasa a ser un misterio espiritual “en una sensación más allá del pensamiento”—, en Agua viva todas esas impresiones son sometidas a observación, pero no como algo ante lo que es preciso encontrar una respuesta (y aquí pido que uno se detenga en el significado que oculta esa preposición aterradora y solemne: “ante”). Las sensaciones pasan y con ellas pasan los pensamientos, como sucede en la meditación. Clarice, como agua viva, hace de pronto una roca y los detiene para examinarlos. Les da la vuelta, como a pajarillos ciegos, y les abre el estómago, o les saca los ojos para ver en ellos el futuro. De ese modo, hasta el perro del criminal de su relato puede dispersarse en muchas formas, en todas las especies animales. Son —dice— “el tiempo que no se cuenta”. Pero Clarice habla y habla, contándose a sí misma sin parar. Es como si quisiera vaciarse de lo que es y llegar a una fiera interior, eso tan irreflexivo y a la vez tan lleno de vida —la vida sin consensos— que en aquel relato de 1945 describió como “la locura de la razón”.
Tratar de explicar un libro tan poco convencional como Agua viva a través de un cuento que, en principio, nada tiene que ver con él es ya una demostración de que nos encontramos ante algo sumamente extraño, pero también de que ese algo cuenta con su propia y abigarrada vida interior. Agua viva, constelación maravillosa en la que se recoge una ampia y despiadada astronomía, no sale de la nada. Es una de las obras maestras de una autora acostumbrada a la maestría, una corriente que se dispersa en afluentes y recoge el agua que (sólo aparentemente) su propio empuje dejó atrás. Sentimiento que trasciende el pensamiento.
Entonces de repente veo que hace mucho que no entiendo nada. ¿El filo de mi cuchillo se ha embotado? Me parece que lo más probable es que no entiendo porque lo que veo ahora es difícil: estoy entrando calladamente en contacto con una realidad nueva para mí que todavía no tiene pensamientos que le correspondan y menos aún una palabra que la signifique: es una sensación más allá del pensamiento.
O, como dijo en “El crimen del profesor de matemáticas”: “Y ahora él podía pensar libremente en el verdadero perro. Entonces se puso a pensar inmediatamente en el verdadero perro, lo que había evitado hasta ahora. El verdadero perro que ahora mismo debería estar vagando perplejo por las calles de otro municipio, husmeando aquella ciudad en la que él ya no tenía dueño.”
1945, 1973. ¿Sensaciones sin dueño? Clarice es tan cambiante como el agua, y a la vez tan ella misma, tan un solo cuerpo como un río.
Más allá. Antología de la ciencia ficción española del siglo XIX
Edición de Juan Herrero Senés
Renacimiento
Es curioso el caso español: aquí se pusieron los cimientos de la novela moderna y lo hizo una obra que supo solapar como pocas realidad y ficción —aunque esto daría para debatir qué es la realidad y qué la ficción, o si La Ilíada, por ejemplo, no consiguió entremezclar esos elementos mucho antes que El Quijote; o la propia Biblia—, o bien una realidad objetiva y una realidad subjetiva poblada de fantasmagorías. Inspiró una de las novelas más grandes del género fantástico, Manuscrito encontrado en Zaragoza, aparte de unas cuantas españoladas (Cuentos de la Alhambra, en una época en que el Oriente comenzaba en Portugal, o al sur de los Pirineos), y, por la riqueza de su historia y sus paisajes, podía haber dado lugar a muchas más. Bécquer y Zorrilla encontraron en esas vetas una cantidad maravillosa de piedrecitas preciosas, como más tarde harían Valle, Lorca, y un poeta con plumajes de indio debajo del sombrero que tuvo que venir a redescubrirnos nuestro idioma desde el otro lado del mar. (Es posible, por cierto, que mucho antes que ellos Shakespeare las hubiera encontrado también, si podemos creer en el mito de Cardeno). En Ramón, si algo no falta, es lo fantástico. Pero la imaginación macabra, macabra en el estilo de Cadalso, con su locura gótica, no tuvo una continuidad que llevase al refinamiento de la fórmula, como sí sucedió en Inglaterra y Alemania. Los genios del fantástico, entre nosotros, nacieron solos, trayendo de aquí y de allá los materiales con los que elaboraron sus fantasmas: Bécquer de un romanticismo inglés que ya era viejo cuando escribió sus primeras leyendas, Zorrilla por la vía de los romances castellanos con su instilación de orientales a la francesa (los juegos de luz inventados por Hugo), Valle del parnasianismo por la vía de Darío, Ramón de muchos otros ismos, en especial el ismo propio que era él. Hay diferentes teorías para explicar la ausencia de un fantástico autóctono impregnado de la profundidad que el género adquiere en la literatura francesa, alemana y anglosajona —la tradición católica es una de ellas—, y sólo nos cabe fantasear con aquello en lo que hubieran podido mutar, por poner un ejemplo, los Sueños de Quevedo si en vez de haber sido recuperados intactos por Torres Villarroel se hubiesen ramificado, en cepas cada vez más extensas y distorsionadas, a lo largo de una estética progresivamente alejada de las fórmulas consensuadas. No tenemos un fantástico, en pocas palabras, como puede ser el fantástico anglosajón o el alemán. Tenemos muchos “fantásticos” que en realidad son destellos sumamente preciosos lanzados por distintas corrientes. ¿Perdemos algo con ello, ganamos algo? Se pierde el sentido de una tradición, se gana lo que de especial tiene cada autor y su particular manera de encontrar una tradición propia. Al perder, sin embargo, el sentido tradicional, la literatura de lo fantástico se nos suele aparecer como una serie de salientes dentro de una amplísima historia literaria y no como una corriente alimentada por continuistas cada cual con su propio valor. Lovecraft dio su bendición a nuestra historia teñida por lo macabro al situar en España una de las ediciones del Necronomicón. Pero quien lo conserva en la traducción de Olaus Wormius (1228) no es ninguna biblioteca española, sino la Biblioteca de Buenos Aires. Lovecraft parece que adivinó a Borges, y también lo poco que en nuestro país hubiera durado un libro así.
Estoy dejando fuera deliberadamente a grandes autores del fantástico como Felisberto Hernández, Horacio Quiroga, Cortázar, Borges, Bioy y el Carlos Fuentes de Aura (y en general a todos los que vivieron en las mismas orillas en las que María Luisa Bombal comenzó a inventarse el realismo mágico, Juan Rulfo y Alejo Carpentier incluidos) porque, en primer lugar, nacieron libres de la carga que suponía ser otro “españolito que vienes al mundo”, y en los casos de Hernández y de Quiroga, y sobre todo en el de Carpentier, eso implicaba además una imaginación empapada de humedad tropical, pero también arrebatada de una intensidad luminosa que obligaba a reinventar los escenarios clásicos del fantástico (recordemos que el gótico, influencia felizmente parasitaria del terror que vino de Alemania, apenas encendía la luz); y en segundo lugar, porque hablo de precursores y no de sus herederos. Todos ellos —Quiroga, Fernández, etcétera— crearon su propia herencia y, sin duda, son también precursores de otras ramas, pero debo limitarme a una historia del fantástico muy concreta o no llegaré nunca a la antología recopilada con un gusto excelente y sumo acierto por Juan Herrero Senés, que es precisamente lo que hoy (en un necesario déjà vu) me traía por aquí.
Más allá. Antología de la ciencia ficción española del siglo XIX es el mejor retrato posible de uno de esos muchos fantásticos en que se ramificó el espeso y maravilloso árbol de la imaginación sin ataduras en lengua española. Su título nos sitúa en el lugar sumamente inexplorado de la ficción científica que autores reconocidos por su adhesión al realismo como Galdós, Clarín y Echegaray cultivaron de manera esporádica, y otros ciertamente desconocidos —casi todos en el entorno del periodismo cultural— tantearon como divertimento. Para trazar este retrato, Herrero Senés ha tenido que remover el polvo de las rotativas de un siglo repleto de cabeceras hasta dar con lo que puede considerarse la primera familia de la ficción fantacientífica en español. La antología se abre con un cuento del traductor y dramaturgo Cándido María Trigueros (1736-1798), recogido en Colección de varios papeles o Mis pasatiempos. Almacén de fruslerías agradables (1804), aunque fue escrito en el siglo XVIII como revisión de un relato de Oliver Goldsmith más que como obra original: “El mundo sin vicios”, por cierto, es el primer ejemplo recogido en esta colección de un género que los escritores españoles abordarían con un entusiasmo similar al de autores ingleses como H. G. Wells, Elizabeth Corbett, Bulwer-Lytton, Walter Besant y William Henry Hudson: la utopía (a veces encarnada en su propio ángel caído: el infierno distópico) de tintes no siempre abiertamente políticos, algo que se repite en los relatos del poeta y crítico de arte José de Siles (1856-1911), “La batalla de los árboles” (nada que ver con la batalla de la que habla La Diosa blanca de Graves, aunque lo parezca), la pedagoga Magdalena de Santiago-Fuentes (1873-1922), con “La nivelación social”, el poeta Eugenio Sellés (1842-1926), con “La sociedad ideal”, y quien pasó de ser autor de zarzuelas a estudioso de la arqueología, Rafael Blasco (1836-1884), que describe una utopía reivindicativa —entre el feminismo, el pacifismo y la educación progresista— titulada “Sueño extraño”. Galdós sacará provecho del libro de Émile Souvestre, publicado en 1846, Le Monde Tel Qu’il Sera y, al igual que Souvestre, se marchará al año 3000 para mostrar los efectos, en el relato titulado “Revista de la semana” (que adopta el tono de un artículo periodístico), de la ferocidad especulativa en una España ya inevitablemente distópica cuya capital recibe el nombre de su principal edificio, San Bernardino, y cuyo valor, en términos de “riqueza territorial”, no pasa de veinte reales; cabría decir que Galdós fue un enorme visionario pero un no menos enorme optimista, al llevar tan lejos el triste patrimonio de un país que tiene en Sol-Vodafone (una especie de San Bernardino) la capital de sus redes subterráneas. Por cierto, que el relato de Trigueros, “El mundo sin vicios”, es un ejemplo típico de traducción entendida como patio de juegos, ese subgénero no reconocido del siglo XIX en el que la traducción se admitía como el desarrollo creativo de una obra original que sólo tenía utilidad como escenario a priori para una serie de revisiones. En eso los autores españoles necesitados de un sueldo regular eran taimados especialistas, aunque no menos que los franceses: Nerval, sin embargo, es el ejemplo paradigmático de poeta neotérico al estilo —no del todo— fin de siècle que supo apropiarse de las obras, a veces muy menores, que se veía en la necesidad de traducir, como sucede en el caso de ese relato titulado “Isis” —recogido en Las hijas del fuego (1854)— que con aportaciones ajenas o sin ellas lo cierto es que es pura hechicería.
Los relatos de la antología minuciosamente escogida y presentada por Juan Herrero Senés (que ya mostró sus cualidades como rastreador de títulos imposibles en Mundos al descubierto, una colección de cuentos de la ciencia ficción española que se escribió entre 1898 y 1936, también publicada por Renacimiento, y que sirve de complemento a esta) abarcan muchos otros géneros o subgéneros más allá de las expediciones utopistas. Resultan de especial interés los cuentos “Desde la Luna”, del periodista y jurista Abdón de Paz (1840-1899) y “En el planeta Marte”, de Nilo María Fabra, también periodista y, para más inri, político, ambos dedicados, con el menor rigor científico imaginable, a los viajes planetarios. Pero, por encima de todos los relatos recogidos por Herrero Senés, yo me atrevería a destacar los escritos por viejos conocidos de la literatura española, como Leopoldo Alas “Clarín” (1852-1901), con “Cuento futuro”, en el que retrata a una humanidad nihilista y sobradamente harta de su destino que utiliza el procedimiento médico de un doctor para precipitarse a un suicidio colectivo, y José Echegaray (1832-1916), con “Los anteojos de color”, donde se lleva demasiado lejos la noción de William Blake sobre la doble mirada. Entre los menos conocidos, sería injusto dejar fuera de la lista de destacados a personalidades tan inesperadas como Juan Bravo (1803-1873), con su distopía turbadoramente visionaria acerca de una triunfante revolución comunista en España contada por una mujer, “La internacional y las españolas”; el periodista Sinesio Delgado (1859-1928), con su experimento “Formio XXVI”, en el que las hormigas tienen su propio dios; el ensayista Manuel Ossorio y Bernard (1838-1904), que tira del hilo de Galdós y se presenta con él en el Madrid del pretendiente a la corona de España (“Ángel I, pretendiente desgraciado”) en el relato titulado “En el año 3000”; el amigo de Bécquer, Ramón Rodríguez Correa (1835-1894), con un extraño gótico fantacientífico titulado “El diamante artificial”, sobre amores carnales e intelectuales desde el punto de vista de una alquimia futura; y el diputado, senador, periodista y catedrático de física y química Ricardo Becerro de Bengoa (1845-1902), que en su relato “El recién nacido” se adelanta a una famosa historia de Scott Fitzgerald. Ramas, todas ellas, de un fantástico muy poco conocido entre los lectores españoles que precisaban de un guía inteligente y especializado como Juan Herrero Senés.
Florbela Espanca. Exiliada de la vida
Marta Serrano Jiménez
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¿Conocía yo la historia de Florbela Espanca? Nada, ni una palabra. Conocía algunas páginas de su diario y algún poema suelto, pero por supuesto eso no es conocer: ni siquiera se le puede llamar a eso “estar de paso”. Marta Serrano Jiménez, la autora de Florbela Espanca. Exiliada de la vida, tiene toda la razón: “en España seguimos ignorando la lengua y la literatura de nuestra hermana Portugal; nuestra gran deuda pendiente sigue siendo con la literatura portuguesa.” Yo conozco un poco de la literatura portuguesa: he leído de Pessoa todo cuanto se me ha puesto al alcance de la mano y a Eça de Queiroz (recientemente leí las crónicas falsas de El misterio de la carretera de Sintra, esa pieza “execrable” —palabra de Queiroz— que pese a las protestas de un autor consagrado hacia su yo más joven es una entretenida novela de detectives), y he leído Los lusiadas (no me acuerdo de nada) y El cielo en llamas, de Mário de Sá-Carneiro, y a algunos escritores que podrían pasar perfectamente por portugueses, como Clarice Lispector y Álvaro Cunqueiro, junto a muchos otros que sería tonto ponerme a citar. Y lo sería porque después de leer atentamente este libro embelesado sobre una poeta en la que lamento no haber ni llegado a estar de paso me doy cuenta de que no conozco nada de la literatura portuguesa: penosa afirmación, pero si alguien desconoce de una lengua a una autora semejante, lo cierto es que no se puede preciar de conocerla de nada.
No sé si Florbela Espanca (1894-1930) fue una mujer realmente triste. Hay, por lo visto, testimonios de amigas cercanas que recordaban los acentos de su risa aniñada y amarga, que la recordaban incluso feliz, palabra proscrita en los poemas de esa caminante impresionada por la noche de Lisboa “a la que la pena llamó hija”: pero no sería el primer caso de un poeta que une al intenso deseo de vivir una intensa desdicha, y que se aferra a algo tan frágil como una pluma para sostenerse en el vaivén de esas terribles fluctuaciones de la brújula que no consigue sujetar a su aguja. Ahora, sin embargo, y sólo después de haberla tratado amigablemente en esta proximidad tan familiar, estoy seguro de que Florbela fue una mujer tan feliz, por momentos, que no pudo dejar de sentirse en las largas resacas de una felicidad demasiado breve como esa mujer “a la que la pena llamó hija”: verso que no quiero dejar de repetir porque sitúa a Florbela en una estética y un sentimiento muy concretos, porque parece algo que un día se desprendió de un lejano alero y llegó temblando a su corazón, después de barrer con el ala todos los tejados de un crepuscular París de buhardillas. Pero su poesía fue exactamente así: romántica, tardíamente romántica, con la tonalidad taciturna de Verlaine, aunque envuelta en los ecos de todos los castillos de bohemia del Valois en los que, entre el sueño y la vida, reinó Nerval, monarca de los negros principados de una negra Aquitania. También a Florbela le aguardó desde siempre el temible enrejado de su propia calle de la Vieille-Lanterne, y sólo necesitó de un primer ensayo con barbitúricos para aprender la manera adecuada de quedar suspendida en ese reino intermedio del que, durante casi treinta años (escribió su primer poema a los ocho), trajo los colores plateados de un radiante pesar.
Llegué a mi media vida ya cansada
de tanto caminar. ¡Y me he perdido!
De un extraño país desconocido
soy, en el mundo inmenso, la exiliada.
Marta Serrano Jiménez, mejor conocedora que yo de la poesía particular de Florbela Espanca y del contexto general en el que surgió, explica esa tonalidad con una precisión tan elegante como alejada de las tendencias inflaccionarias de la crítica académica:
Florbela encarna en su vida y su obra una suerte de transición tardía entre el romanticismo y el decadentismo con el modernismo portugués. Sus poemas son más decimonónicos que vanguardistas, si queremos someterlos a los corsés de la teoría, lo que se hace evidente no sólo en sus temas recurrentes (el amor, el dolor, la muerte, la agonía existencial y la búsqueda de Dios en una Naturaleza panteísta), sino también en el uso casi exclusivo del soneto como forma para dar cauce a su creación, mientras que en ese mismo primer cuarto de siglo la vanguardia se desarrolló en Francia y existen ya los caligramas de Apollinaire y en España los poemas visuales de Guillermo de Torre, las propuestas del ultraísmo y del Arte Nuevo y de los artistas del círculo de Giménez Caballero. También en Portugal hay recepción de la vanguardia, como en la revista Portugal Futurista, de la que se publicó un único número en 1917 figurando en la portada Almada Negreiros, Fernando Pessoa y Mário de Sá-Carneiro, entre otros. Pero la obra de Florbela es decimonónica; se siente más próxima a António Nobre y a Nerval. A pesar de vivir y crear en los años 20, su espíritu y referencias no se han movido del París-Lisboa fin de siècle.
¿Encontró Florbela Espanca esa estrella incierta que le preguntaba a la noche si existía, aquella que parecía encerrar el misterio de una constelación maldita? Si la encontró, fue más allá del borde de esa cama que la vio dormir por última vez. Su poesía reconoció los interrogantes, los pulsos y las cadencias de ese horóscopo extraño que custodiaba allá lejos las cifras de su destino, pero ninguna poesía ofrece soluciones, tan sólo el rapto de una claridad entre tinieblas. En ese rapto se movía Florbela, como el rayo de luna del relato de Bécquer, espantada por el encaje roto de las tensiones entre la vida y el sueño, pero, dueña de una energía cada vez más desgastada, tratando de hacer algo con las manos clavadas en el madero de la falta de respuestas.
No sería justo terminar esta pequeña visita a ese bello paraje de Portugal que es la poesía de Florbela sin dedicarle además unas palabras a la autora de este libro. Hace tiempo, hablando de un largo poema (Superficies elementales) de Marta Serrano Jiménez, mencioné convencido su doble condición de “pensadora y poeta.” Y añadí, aún más convencido, el siguiente comentario: “Acabo con una apreciación muy personal. Tengo la certeza de que el camino de Marta Serrano Jiménez como escritora no se encuentra tan claramente en la poesía como en el ensayo, y pocas cosas harían un mayor bien a una literatura hoy demasiado académica como un talento semejante (a mí me hace pensar en el de Clara Janés, Luce López-Baralt y Victoria Cirlot) para deambular por misteriosas profundidades.” No es ningún mérito mío que el tiempo me haya dado la razón, pero sí creo justo señalar que es mérito de la autora que lo haya hecho tan pronto. Podemos leer este libro para adentrarnos, en la mejor compañía posible, más allá de la vida y la obra de una poeta lamentablemente poco conocida pese a los elogios de Pessoa (un heterónimo de no sabemos qué nombre, poco dado a tocar siquiera el hombro de sus contemporáneos), que escribía, valiéndose de los restos de una alegría maltrecha, desde esa “profunda decepción con lo humano que la empujaba a la búsqueda del Dios”; pero también, y no lo considero un motivo menor, para descubrir a una autora que está destinada a ser al menos tan encantadora como los modelos de los que se sirve—desde Nerval a Juan Eduardo Cirlot, pasando por la familia de los paseantes germanos y los franceses abuhardillados— para tallar su propio estilo. La forma con que Marta Serrano Jiménez arropa la trayectoria personal y poética de Florbela Espanca es tan natural que casi se diría que ambas han tenido que beber de la misma marmita de colores embrujados. Hay una fragilidad que da su ligereza a este libro levitante de pura poesía, su cualidad como de haber sido montado con huesecitos de pájaro. La penetrante sensibilidad —palabra tabú, lo sé, pero ninguna más cierta—es tan absolutamente diáfana, y la facultad de ver más allá de lo evidente tan despejada, que se puede afirmar que el libro honra la difícil exigencia de los maestros por la palabra justa, no sólo en términos de precisión sino también de peso. Quizá haya otros libros más completos sobre Espanca en el aspecto biográfico o en el apartado crítico, pero dudo que haya una mejor manera de seguirle los pasos a esa doncella cristalina y desvaída que escribió como para morir más pálida de lo que vivió, más pálida de lo que era posible vivir, como si hubiera pasado sus treinta y seis años de existencia llenando cada palabra con su agua vital. Llenándolas hasta acabar así: flotando sobre su constelación por fin cerrada, entre los nenúfares dispersos que rodearon su cuerpo a la deriva de un amargo y amistoso Veronal.
La villa de los misterios de Pompeya
Linda Fierz-David
Atalanta
Quizá como consecuencia de su larga inmersión en los símbolos y enigmas del Sueño de Polífilo (su “comentario psicológico” a la obra de Francesco Colonna lo publicó en 1947, pero sus misteriosas alegorías la acompañaron durante años), Linda Fierz-David reconoció sentirse “deprimida y vacía” ante Pompeya. La bella ciudad que, en ese espacio que se extendía desde Augusto hasta Tiberio, había atraído a las familias más adineradas de Roma por la fertilidad de sus viñas y sus encantadoras vistas al mar Tirreno, parecía no tener nada que decirle. Linda deambuló por el trazado de sus calles como una romana más, pero la sensación de estar muerta a sus encantamientos no la abandonaba. Todo cambió, sin embargo, al trasponer el umbral de la Villa de los Misterios:
“Una vez allí, la increíble mezcla entre noble simplicidad y elevada cultura, entre evidente serenidad y una atmósfera que sólo puedo describir como numinosa, me conmovió profundamente. Me sobrecogió un hondo estremecimiento, el mismo que se tiene ante una experiencia primitiva. Que esta atmósfera subsista demuestra la fuerza de la psique… Antes del terremoto del 63 d. C. había sido una casa particular, y después del seísmo pasó a ser una explotación agrícola. Pero, según parece, nadie se atrevió a ocasionar daños importantes en las habitaciones de la fachada de la casa, que tenían un significado religioso. Y la sala de Iniciación, con los frescos que serán objeto de mi análisis, no sufrió alteraciones.”
Linda Fierz-David no sintió nada particular ante el templo de Apolo ni en la Casa del Fauno. Sólo lo hizo en la Villa de los Misterios: un lugar que al parecer seguía hablándole al oído interno de las mujeres.
Centro de un “culto órfico privado”, destinado durante un breve tiempo “a la iniciación de mujeres aristocráticas”, la Villa de los Misterios había resistido sin daños tanto aquel terremoto como la erupción destructiva del año 79, que a la larga sirvió para protegerla de la erosión hasta su descubrimiento en 1909. Dos años de excavaciones permitieron la libre circulación de curiosos y turistas por las salas de una fastuosa vivienda privada que, tras el hallazgo de una estatua que la representaba, se consideró que en algún momento había sido propiedad de Livia, la segunda esposa del emperador Augusto. La serie de los frescos y la presencia de esa estatua imperial descorrieron una puerta en el inconsciente de Linda, de la que surgieron las misteriosas adoradoras de Dioniso, portadoras de antorchas y vestidas con blancas stolas, a las que estaba a punto de dedicar un bello estudio repleto de maravillosos claroscuros.
Linda Fierz-David tituló a ese estudio Dreaming in red, “soñando en rojo”, lo que tiene sentido: los frescos están teñidos de ese color —las figuras representadas, en pocas palabras, salen de él— que es además, en términos simbólicos, el del nacimiento y la muerte. Linda, pese a su formación filológica (fue la primera mujer admitida en la universidad de Basilea) y sus conocimientos de historia, comprende enseguida que para desentrañar la narrativa oculta de los frescos necesita algo más que los tratados académicos, el amplio pero convencional surtido de acontecimientos y fechas. Su propósito no es mostrar un mero contorno, sino alcanzar una profundidad olvidada para todos salvo para las estatuas que yacen semienterradas en otra clase de lava, en las siniestras y embrujadas monarquías del inconsciente.
Valiéndose de su experiencia como psicóloga junguiana —el propio Jung, que la trató por un problema amoroso y se hizo amigo de su familia, la tenía entre sus Jungfrauen, aquellas mujeres que (entre enamoramientos y pasiones más o menos encubiertas) trabajaban a su lado—, y sobre todo de un suntuoso conocimiento de los mitos antiguos, Linda Fierz-David recorre cada uno de los frescos de la Villa, desde esa primera escena en la que un niño desnudo y angustiado lee un rollo ante la atenta mirada de una sacerdotisa —angustiado con razón: cerca se dejan oír los pasos de los Titanes— hasta aquella en la que un ángel con la luna a la espalda se dispone a azotar a una mujer de ojos sombríos armado de un látigo. Entre medias, la iniciada procede a un descenso hacia el ínferos que no es el infierno cristiano sino el inconsciente donde anida Dioniso, enigma tutelar que junto a Ariadna —la rescatada por el primero de los Locos de la baraja del tarot, ese terrible hijo de Selene con la boca torcida— preside todo el proceso bajo el manto de Orfeo hasta alcanzar el trono de Mnemósine, la memoria absoluta, o simplemente “la memoria, la facultad humana más significativa para los órficos.”
“Lo más importante para el futuro de la participante en el misterio de la iniciación órfica es que ahora tiene algo que recordar. En el recorrido dramático de su iniciación, ha aprendido la forma en que pasa la vida humana a la muerte y más allá de la muerte, como un camino entre cimas y simas, peligro y ayuda, un camino que puede ser transitado, según un plan divino, hacia una meta divina. El ser humano capaz de recordar ya no se entrega al ciego destino. Ha visto los símbolos eternos que en todas las condiciones de la vida median en aras de una conducta acertada y dan sentido a todos los acontecimientos. Ha bebido la dulce leche que mana de los pechos de la Gran Madre; ha escuchado la música de las esferas; la luz de la felicidad ha surgido ante ella y la ha rozado el ala del pneuma. Todo esto es, para la persona que lo recuerda, una realidad perpetua.”
Linda Fierz-David —como asistida también por una memoria absoluta— describe así el proceso que Jung llamó “individuación” situado en el marco de una bella casa de Pompeya. Ciudad, dicho sea de paso, que tiene un lugar dominante en Nerval y en Gautier, rescatadores de una antigua arqueología señalada también por la clave del símbolo. Nerval sitúa en ella a Isis, mientras que Gautier, sirviéndose de una memoria prospectiva, sueña con los moldes vivientes de Fiorelli y hace que por sus calles abandonadas deambule Arria Marcella, una de tantas protegidas de Mnemósine para cuya belleza Gautier invoca una imagen en la que suena la música, destructora y radiante, del Ozymandias de Shelley: “La curva de una garganta ha atravesado los siglos cuando tantos imperios desaparecidos no han dejado ni rastro.” El cambio de escenario psicológico que separa la Pompeya clásica de los primeros estertores de una mentalidad fin de siècle se percibe en la agonía de Octavien, el enamorado de Marcella, cuando Arrio, el padre de esa joven milagrosamente rescatada de su sueño de dos mil años, con su manto marrón y su barba “separada en dos puntas como la de los nazarenos”, le reprocha que siga sometida “a esos dioses, que en realidad son demonios”. Arrio, convertido a “la sombría religión” de los cristianos, desdeña a “los dioses que amaban la vida, la juventud, la belleza, el placer”, fatalidades dionisíacas ante las que Arria hace que también se incline Octavien. El propio Gautier se había inclinado ya ante todos los dioses del Oriente, en ese tiempo en que la Cruz parecía borrarse (como las vides de Dioniso dos mil años atrás) sobre un mundo en el que empezaban a proliferar máquinas más tenebrosas que los “molinos satánicos” de Blake. De hecho, dos siglos antes del segundo despertar de Marcella había surgido un dios para el que no existían todavía ritos, ni templos, ni iniciaciones. El tiempo era su culto, y se llamaba Leviatán. La villa de los misterios de Pompeya es un bello fresco, escrito sobre otro fresco, en el que nuestra alma recuerda que existe un dios antiguo mucho más poderoso que esa aberrante invención disfrazada de una (no tan) benigna divinidad.
Richard Zenith
Pessoa. Una biografía
Acantilado
Y ya que hablamos del alma.
Imaginemos la Eternidad (territorio alegórico) bajo la idea de una densidad espiritual. Ahora olvidemos nuestra noción cultural del alma como una luz interior, un fragmento de esa Eternidad que vive oculto en el ser. Pensemos más bien que el ser y la Eternidad se comunican entre sí por una frecuencia radiante, como si cada uno de nosotros fuéramos una emisora en permanente comunicación con el Infinito. Como ocurre con una radio convencional, en esa comunicación a veces hay parásitos, un molesto ruido blanco y constantes interferencias, agravios que se mezclan a una voz. ¿A quién pertenece esa voz? No lo sabemos. Pero algo nos dice que en ella se encuentra la solución a un enigma que se ha prolongado durante miles de años, el enigma encerrado en la pregunta de qué hacemos aquí, y qué es lo que entendemos por aquí. Si de algo somos conscientes (y eso cuando realmente lo somos) es de que nunca sintonizaremos plenamente la emisora de esa voz a menos que afinemos el dial. Para ello nos valemos de tres cosas: arte, religión, filosofía. Sólo sirviéndonos de ellas estaremos alguna vez en condiciones de aclarar su sonido, extraerlo —como un diamante— de sus distracciones. No es, por supuesto, que la frecuencia no sea pura. Quizá sea lo único puro de nosotros. Durante las primeras semanas de vida se definió en el vientre materno, a lo largo de un insólito movimiento espiral. No es un cuerpo, obviamente, pero tan inmerso está en él que, por así decir, entre nuestros tejidos se encuentra su fantasma. Descubriremos todavía un rastro suyo en las puntas de nuestros dedos: más allá de que sirvan para situar una mera identidad administrativa, en esa huella en remolino están grabados nuestros nueve meses de giros en la oscuridad, nuestro viaje desde no sabemos dónde hasta un todavía vacilante quién, la forja de este brillante y angustiado revestimiento a una compleja red de percepciones que los sufíes describieron como “la sombra del ángel”. Este entrometido al que hemos dado en llamar “yo”, esta sombra que se une —para bien y para mal— con otras sombras, es lo que previene a nuestra frecuencia interior de vibrar constantemente en la nota perfecta. ¿Qué hace aquí ese “yo”, entonces? Podría decirse que, al igual que las puntas de nuestros nervios son los sentidos por los cuales percibimos el mundo, nosotros somos las puntas de los dedos por los que la Eternidad percibe su propia realidad, el traje espacial que permite que los nervios de Dios puedan tocar y sentir la naturaleza de la dimensión tiempo. Y sí: cada traje está identificado a una etiqueta, ese remolino en la punta de los dedos. Pero si pudiéramos curvar esta flecha que nos proyecta (¿seguro, nos proyecta?) hacia el futuro y remontarnos a, por ejemplo, un día de verano de 1888, en la verde y dorada Portugal, y tomáramos los dedos de cierto pequeño que todavía no ha cumplido sus primeros seis meses de vida para examinarlos con atención, quizá nos sorprenderíamos al ver los trazos de distintos remolinos solapados, y tal vez llegaríamos a aceptar la asombrosa posibilidad de que en un mismo hombre convivan diferentes frecuencias coincidentes tratando de sintonizar el infinito.
Ese niño, naturalmente, es Pessoa. Y sus espirales solapadas son las de sus heterónimos. Pessoa solía decir que él era un médium, y que se limitaba a ejercer de albacea literario de sus múltiples y complejas personalidades. Como la del Barón de Teive, por ejemplo. El Barón había escrito un diario donde explicaba los motivos, todos aterradoramente racionales, por los que había decidido suicidarse. Raphael Baldaya escribía folletos astrológicos. Jean Seul de Méluret componía sus tratados en francés. Aparte de ellos —y muchos otros más— se contaban los casos conocidos de Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Alberto Caeiro, que polemizaban o se defendían entre sí, y también polemizaban o concordaban con el propio Pessoa. Resulta fascinante, dicho sea de paso, que un poeta cuyo apellido significa “persona” sea tantos a la vez, o incluso, como él mismo afirmaba, no fuera nadie en absoluto. Un simple contenedor de multitudes y nada más.
Richard Zenith pasó trece años recorriendo esas multitudes en busca de la frecuencia llamada Fernando Pessoa. El resultado es una biografía apasionante: el documento más extenso jamás escrito para acotar una personalidad inaprehensible. La extensión, sin embargo, no es aquí ningún sinónimo de peso muerto, o de medida desproporcionada. No existe otra manera de hablar de un hombre que, bajo toda la apariencia de una criatura gris y escurridiza, tuvo una vida interior tan llena de aristas, los bordes dentados de una pieza de puzzle para la que no hay una sola forma de hacer encajar. Se adapta a cualquier hueco, se camufla con los colores más cercanos. Por ese mismo motivo, no sabremos nunca si pertenece a ese lugar u otro cualquiera. Sus frecuencias son tan cambiantes que da la impresión de vibrar en las tonalidades más diversas, ya sea en la de los hombres o en la de los ángeles. Y esto no es hablar por hablar. En 1916, Pessoa contactó con unos seres del astral a los que pareció preocupar la inactividad sexual del poeta y su desconocimiento (en un sentido bíblico) del cuerpo femenino. Los ángeles le rogaron que se deshiciera cuanto antes de su rancia virginidad; le aseguraron que iba a conocer una mujer. Nada de eso se cumplió, y Pessoa sólo mantuvo relaciones íntimas con las hojas, recortes de periódico, tiras de prensa con un rincón en blanco y servilletas de papel en los que dejaba hablar a esas parloteantes criaturas que conformaban su universo interior. Y gracias a que eso no le llevaba a ninguna parte —difícilmente hubo un poeta más grande al que sus contemporáneos escuchasen menos—, Pessoa, eterno inadaptable, nunca envejeció:
“Tengo un año más que su corresponsal y me siento joven por razones exactamente opuestas a las suyas. Tengo treinta y ocho años y cada año me siento más joven porque cada año estoy más cerca de no haber conseguido nada en la vida. Los logros nos envejecen. Hay que pagar algo por todo; el precio del éxito es la pérdida de la juventud. Lo único que nos mantiene jóvenes es la falta de propósito y una forma de vida intrascendente, si es que la palabra forma se puede aplicar a esa ausencia de forma.”
Zenith rastrea esa ausencia de forma para darle, además del recipiente más adecuado, una voz clara a todas sus sonoridades. Los más de 25.000 textos escritos, entre cartas, diarios heterónimos y poemas nunca publicados, que Pessoa depositó en un baúl cuyo cerrojo sólo volvió a desatrancarse tras su fallecimiento, han servido para edificar la que seguramente sea la biografía más completa de un autor, en algunos aspectos, aún por localizar. Experto en lengua inglesa, llegó al mundo el mismo año en el que un asesino sin nombre asesinaba en Inglaterra prostitutas. Se sintió muy cerca de Oscar Wilde, para el que escribió una biografía sirviéndose tan sólo de la posición de las estrellas en el momento de su nacimiento. Fue amigo de Aleister Crowley, “el hombre más perverso del mundo”, al que conoció en su feliz enamoramiento y en su obsesión por la mujer que le había abandonado. Quizá las páginas más memorables de este libro lleno de descubrimientos sorprendentes sean aquellas en las que un avejentado mago inglés deambula por las húmedas calles de Lisboa cogido a los mil brazos de un translúcido poeta en cuyo corazón resuena un coro de infinitas voces discrepantes. Las páginas escritas por Zenith nos hacen estar ahí, como si también nosotros transitáramos ese mundo desvanecido aferrados a un brazo fantasmal. Pero en realidad —como nosotros— Crowley iba del brazo de la niebla.
Tengo en mí como una bruma
que nada es ni contiene.
Una nostalgia de nada humano,
el deseo de algún bien.
Me envuelve
como una niebla,
y veo la estrella final brillando
sobre la colilla de mi cenicero.
Me fumé la vida. ¡Qué incierto
todo lo que vi o leí!
Y todo el mundo es un gran libro abierto
que me sonríe en una lengua desconocida.
Curioso efecto final: cuando se cierra el libro, queda la extraña sensación —“¡qué incierto todo lo que vi o leí!”— de que lo único real era Pessoa.
Lorenzo Luengo



