El gesto del fotógrafo es un asalto al caos, por eso en muchas lenguas las fotos no se toman: se disparan.
Esta certera sentencia que vuela a la velocidad de un proyectil es una de tantas en este reciente libro de Ana Gorría (Barcelona, 1979). Una nueva incursión de la autora en los granados límites de la literatura. Allí, en esas circunspecciones sin nombre, donde se encuentran los subterfugios dimensionales de este monstruo llamado creación literaria. Gorría ya lo hizo anteriormente con enorme fortuna en Araña, incluyendo partituras musicales de Juan Gómez Espinosa que acompañaban al texto; lo hizo en Nostalgia de la acción conversando con la danza y el trabajo de Maya Deren; lo hace ahora con esta nueva creatura, en la que se comparte ella misma -entera-, y comparte con nosotros, además, multitud de referencias que hacen de mullido lecho para un libro que es profundo, doliente y generoso, como la propia autora.
Este libro, Tiempo profundo (H&O Editorial, 2025), tiene un subtítulo que incita al viaje: Un poema en duermevela. Viaje y duermevela están profundamente asociados al movimiento, a la mirada del viajero; sin embargo, en este caso, se vinculan a una viajera que atraviesa una autopista que, en vez de contar kilómetros, cuenta momentos, años, segundos, tic-tac y click-clack. La travesía familiar a través de un método: la fotografía. Una manera prodigiosa de abrir el espacio hacia ese tiempo que se va quedando cada vez más atrás, casi en el olvido, como el tiempo geológico, el tiempo profundo.
Vicente Luis Mora escribió hace poco acerca de esta obra y de otra -también maravillosa-, La isla desnuda de Lola Nieto. En su texto, Mora nos enseña un término que resulta fantástico, puesto que empezamos a necesitarlo para nombrar aquello que está funcionando -y muy bien- en nuestro mapa literario: ensayo poemático. Es un abrigo adecuado para el frío que puede causar el género ensayístico en ocasiones.
Dice la poeta: Yo, solo es un pronombre vacío, se parece al sonido de esas cámaras antiguas que denuncian y señalan la mirada del otro: ¡click!
Ana Gorría está triplicada en su escritura, es una presencia brutal que va cambiando de tamaño en cada espejo que muestra. Sus recuerdos nos invitan a reconocerla en la fotografía familiar, pero hay otra Ana que está escribiendo todo esto mientras leemos, mientras la observamos en los muy reconocibles ambientes de los ochenta. Todos los que nacimos entre esas dos décadas, los setenta y la ya mencionada, sentimos un escalofrío de viaje a la intemperie. Todo estaba hecho para todos en aquella época; incluso la luz era la misma para todas las familias, esa luz que dejamos entrar en las cámaras de fotos, en las werlisas, las bronicas, polaroids, etc. Y por fin, está la Ana Gorría que, como la doctora que es en cientos de materias, nos ilustra acerca de la fotografía proponiendo referencias solo al alcance de unos pocos. Dice: Y, sin embargo, no dejo de escribir. Quiero crear un yo que sea un tú como un memorial levantado en el páramo de la imaginación compartida, común.
Ana Gorría nos convoca de la manera más emotiva que hay: diseccionándose. A través de un mapa de citas ineludibles entramos en la escritura física: Sigo pulsando las letras del teclado, repite en ocasiones, creando un Novum organum, que vincula la tecla de su ordenador con nuestra propia lengua, a través de la que ella se dice. Con este organum nos invita a observar desde la mirada de los mil metros -que aconsejo que busquen-, para transitar por la imagen doliente que es la familiar desde esta otra orilla: la tangible. Atravesamos un mapa emocional inmenso en forma de columbario, que es, esto último, en definitiva, un álbum de recuerdos. Nos señala el dolor de las pérdidas, de las heridas que se cuentan, como en el kintsugi, a través de los objetos domésticos rotos por el tiempo y el uso -así, también, las almas-.
En este prodigio de relato podemos dejarnos descansar en la prosa de Gorría, que es tan amable, tan cercana y tan sincera en su forma, que consigue que el lector sea un cómplice acurrucado al calor de todos los fuegos que va provocando con cada apartado. Y así, su fondo es también sincero, su voz se muestra gratificantemente deudora y, en esa muestra de sencillez y agradecimiento, está su hermosa complejidad: en sus relatos, sus referencias, sus recovecos. Este último libro de Ana Gorría es un emocionario que conviene revisitar con frecuencia, en conciencia y en duermevela.
Matías Miguel Clemente
Tiempo profundo. Un relato en duermevela
H&O Editorial
244 páginas, 22 euros











