Por razones de orden material le perdí la pista al escritor Isaac Rosa (Sevilla, 1974), de cuya obra leí en su momento El vano ayer (2004) y El país del miedo (2008). El primero, fue ganador en el 2005 del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, y lo reseñé entusiasta en la prensa nacional bajo el título Del vano ayer al brutal hoy (El Universal, 2005). Luego, comenzaron a escasear los libros en Venezuela y mi noción acerca de algunos narradores, a quienes apreciaba (y a muchos de ellos admiraba y hasta llegué a conocer personalmente), se diluyó en el tiempo, ante la imposibilidad de estar al día con sus nuevas entregas.
Como en una suerte de espiral que va cerrando círculos a mi alrededor, cayó en mis manos aquí, en la isla de Tenerife, su más reciente libro: Las buenas noches (Seix Barral, 2025), que leí de un tirón y con enorme placer. De entrada, me fascinó el artificio literario en cuya égida se articula toda la trama: dos personas insomnes se conocen en el bar de un hotel, y a partir de entonces establecen un sutil e innombrado pacto: verse cada miércoles en la habitación de mala muerte (a la que van las parejas para amarse) y conciliar el sueño al calor del abrazo.
Y digo artificio literario, porque, de no contarlo Rosa, con tantas ganas y fuerza, y con su magnífica prosa multipremiada, nadie en su sano juicio creería que un hombre y una mujer vayan a un hotel solo a mitigar el insomnio y sin caer en la tentación orgiástica del deseo y su consumación. Ellos se encuentran, se desvisten (a veces no), presurosos se meten en la cama y se dan la mano, y pronto caen abatidos como bloques por una narcolepsia que los mantiene al borde del abismo.
Él, cuyo nombre desconocemos, es quien narra la historia, pero a veces sentimos, por los detalles descritos (es escritor, corrector de libros para editoriales, lector, etcétera) que se trata del propio autor (sí, de una novela autobiográfica, posiblemente). De ella tampoco tenemos una identidad (jamás se lo dice a su pareja durmiente), pero ambos están casados y tienen hijos. La pareja del narrador se llama Inma y la de su compañera de cama Óscar.
Ambos personajes viven los avatares del estrés de la vida contemporánea, sumidos en obligaciones, trámites, correcorres y compromisos profesionales, lo que los lleva a sacrificar mucho de su tiempo de descanso, para poder cumplir con las exigencias del día a día, y todo ello los va sumergiendo en un estado de alteración tal de sus ritmos circadianos, que terminan agotados al no poder descansar ni conciliar el sueño.
Sí, duermen, pero a ratos, y esta discontinuidad los lleva a probar múltiples estrategias para hallar el alivio (sobre todo, medicamentos), y la que más les resulta es caer en los brazos de un desconocido(a), que también pasa por lo mismo, pero con el inminente agravante de ser descubiertos e incomprendidos por sus parejas, que no entenderán jamás algo que luce ridículo y esperpéntico a los ojos de quienes los miren, pero que para ellos significa un camino y una salvación frente al terrible insomnio.
Inma no lo descubre. Es más, es él quien se entera de que su mujer está saliendo con otro, pero no se lo dice. En cambio, Óscar sí los encuentra in fraganti metidos en la cama del hotel (la misma de siempre, aunque a veces varían y duermen dentro de un carro aparcado en soledad o en otros espacios) y ella le dice “que no es lo que parece” (el lugar común), pero el marido cabreado no se lo cree (nadie en su posición les creería).
Se lamenta el narrador de haberse sincerado con Inma al contarle todo, porque a partir de entonces su relación se fractura, el hogar se va a pique y los hijos se percatan de la situación. Ella, a pesar de serle infiel de verdad, lo ignora, y él teme jugarse la carta que guarda, y deja correr. Ambos viven en la misma casa sin cohabitar, y nada se asoma en el horizonte que nos haga pensar a los lectores de una posible reconciliación o de algún reacomodo.
La novela es breve (254 páginas), pero la prosa fluye. Está construida sobre la sincronización de capítulos alternos en los que, a modo de introspección, el narrador cuenta su proceso de insomnio y a veces echa mano del ensayo para argumentar técnicas leídas para ahuyentar el espanto del no poder dormir, y además le cuenta a su pareja durmiente la historia que ambos vivieron: sus dudas y reflexiones, así como el anhelo creciente de hallar con ella el sueño que por fuera no alcanza. Los otros capítulos están contados a modo de diario, que titula Diario del sueño.
No obstante, y a pesar de que entre ellos no hubo sexo (aunque la mayor intimidad posible con otra persona es el dormir juntos), él desea su olor y su calor, apretar su pecho contra su espalda, sentir su aliento, extinguir la soledad entre sus brazos.
Él anhela verla de nuevo, que vuelvan a hallarse en la habitación número 20 del hotel de siempre, y en un ejercicio de imaginación describe el hipotético episodio: él llega primero y se echa sobre la cama con la luz apagada y ella no anuncia su llegada con el tamborileo en la puerta, entra y se desviste en silencio (casi con los ojos cerrados), y como zombi se echa a su lado, lo toma de la mano y emprenden el difícil proceso de dormir profundo y continuo, de alcanzar el gozo de saberse al lado de alguien con quien se encuentra el sosiego de unas horas reparadoras, llevados por la magia del reencuentro.
Imperdible esta nueva novela de Isaac Rosa, quien demuestra, una vez más, una perfección estilística que hace de cada libro pieza de culto entre los lectores.
Ricardo Gil Otaiza