Descubrí tardíamente al autor español Rafael Chirbes (1949-2015): novelista, crítico literario, ensayista, articulista de prensa, memorialista y diarista, quien partió de este mundo en pleno vigor creativo. Su consagración la alcanzó con la totalidad de su obra (no muy extensa, por cierto), pero fue la novela Crematorio (Anagrama, 2007) la que produjo en los lectores y especialistas (críticos y profesores) de diversas orillas, una opinión unánime: fue de los grandes escritores españoles de las últimas décadas.
Quise, en el caso Chirbes, comenzar a conocerlo al revés de lo que se estila, es decir: primero por su persona (desde sus diarios y escritos espontáneos) y luego por su obra narrativa (cincelada desde el talento literario e intelecto), y la razón fue si se quiere práctica y simple: que su pensamiento e intimidad me empujaran a ir a por sus otros libros. El riesgo era enorme, porque si su cotidianidad y sencillez personal plasmadas en sus cuadernos, no lograban engancharme, pues no hallaría el referente que me llevara a desvelar una obra que ahora sé cómo se gestó (y conozco además las vicisitudes y experiencias por las que pasó durante décadas hasta alcanzar la anhelada apoteosis), lo que es en sí mismo valor agregado frente a una figura que se abre ante mis ojos con enorme expectativa.
Chirbes comenzó a escribir sus diarios en cuadernos y libretas en el lejano 1985 y cerró el proceso en el 2015 (treinta años de un diarismo enajenado, vuelto en sí mismo, abierto y diletante). Este material oceánico lo revisó el autor poco antes de su fallecimiento (¿presentimiento?) y lo dejó listo para su publicación. Cuando ocurre su muerte (inesperada: un cáncer pulmonar fulminante) quedó una montaña de papel, que luego tomaría la editorial Anagrama (su casa de siempre) y comenzaría su publicación en tres enormes y magníficos volúmenes: Diarios. A ratos perdidos 1 y 2 (2021), de 465 páginas. Diarios. A ratos perdidos 3 y 4 (2022), de 704 páginas y Diarios. A ratos perdidos 5 y 6 (2023), de 968 páginas.
Leí el primer tomo (con estupendos prólogos de Marta Sanz y Fernando Valls), y quedé impactado. A pesar de su extensión, se deja leer: la prosa de Chirbes corre como el agua, es directa y cuidada, pero no exenta de elegancia. Como lo anuncia en el título, se divide a su vez en dos partes. Pude observar (aunque no esté declarado en ninguna página), que la primera es autorreferencial, íntima, se retrata a sí mismo sin concesiones, lo que nos lleva a estar frente a un autor que se mira sin contemplaciones: sus defectos o errores o desaciertos no son tomados para autoflagelarse, tampoco para excusarse (frente a lo no alcanzado), pero sí para desde allí empinarse por encima de su realidad de entonces, y sopesar en su justa dimensión cada hecho y circunstancia.
La segunda parte del tomo está dedicada, casi exclusivamente, a la crítica literaria. En este sentido, observo una suerte de “quiebre” (o ausencia de vasos comunicantes) entre ambas partes, lo que no es excusa (por lo menos de mi parte) para abandonar la lectura, porque cada página es envolvente, exponencial y bien lograda, y aunque dedique mucho espacio a obras ajenas (lo que no está mal, y no soy el mejor ejemplo, pero este texto va en el mismo derrotero), el Chirbes persona de carne y hueso se asoma por doquier, se cuela en cada intersticio y nos muestra mucho de su interioridad y de su sentir.
Fue Rafael Chirbes una persona de mirada múltiple: otea su mundo de relaciones y luego lo explora con las ansias anidadas de ser parte y todo de aquello, de no perderse ni un solo atisbo de una realidad compleja y diversa que tocó en sus más hondas sensaciones y pareceres, que disfrutó a su modo (sexo, tabaco y alcohol son pilares de una existencia consumida a más no poder: excentricidades y desatinos, lujuria y desvarío forman a su vez una tétrada de incesante búsqueda personal, intelectual y artística, cimentada desde un placer orgiástico y de piel que muchas veces confundió como parte de una felicidad, que le fue esquiva o reticente por donde se la mire).
El tomo es variopinto, a pesar de la escisión ya citada entre las dos partes. Los lectores nos enteramos de sus dudas existenciales y literarias, que son, por lo menos las segundas, un eje común en todo creador y artista, quienes muchas veces se preguntan (nos preguntamos) con honestidad si en verdad están dotados para las letras, si no es un espejismo más del ego que muchas veces los empuja por derroteros que van contra sus propias habilidades y capacidades personales. Y es, paradójicamente, esa misma “duda” existencial la que la mayoría de las veces lanza a los escritores a adentrarse en agrestes territorios, y los lleva a superar sus límites y así poder alcanzar insospechadas alturas de realización artística.
Diarios. A ratos perdidos 1 y 2 es una obra esclarecedora, lúcida, sin dobleces, en la que hallamos a Chirbes enfrentado a su propio Yo, contrapuesto frente a sí mismo como en un juego de dobles espejos, en los que se nos muestran el has y el envés de una personalidad fascinante, rica en matices, de un talento elevado y torturado al mismo tiempo, con ansias de perfección, pero con el temor de perder en el camino una esencia marcada desde su infancia sencilla, sin lujos ni riquezas, pero que miraba más allá de su realidad y apuntaba al logro de un sueño literario, que se hizo patente, qué duda cabe, aunque él no estuviera muy consciente de ello, hundido, no podía ser menos, en un día a día de incertidumbre que pareciera ser el signo de nuestro tiempo.
Ricardo Gil Otaiza