Me acerco por enésima vez en mi vida a Franz Kafka (Praga, 3 de julio de 1883 – Kierling, Austria, 3 de junio de 1924), y esta vez desde la estupenda edición de sus Cuentos Completos (2024), preparada por la editorial española Páginas de Espuma, en su colección Voces / Literatura, con interesante prólogo de Andrés Neuman, traducción de Alberto Gordo e ilustraciones de Arturo Garrido.
Como siempre, se trata una edición impecable: un tomo de tapa dura, 589 páginas impresas en papel satinado de alta calidad, marcapáginas y, lo mejor de la obra, toda la ficción breve del autor checo, que ya es un clásico universal, ordenada cronológicamente, lo que conjunta tanto la publicada en vida como la póstuma. De su novela El Desaparecido (o América) se incluye el primer capítulo, titulado El fogonero y, a decir de Gordo, su traductor: se hizo así porque “Kafka lo publicó en vida como relato exento”. En este sentido, agrega el traductor, se siguió la pauta de los editores alemanes de Kafka, “verdaderos expertos en el intrincado legado del autor checo”.
Sin más, es necesario afirmar, que en estos relatos breves está condensado el universo kafkiano: lo impredecible de su prosa, su desgarre escatológico, la atmósfera de extrañeza y absurdo que nos hace siempre esperar, no la lógica del intelecto, ni la razón kantiana (de la que hay que desembarazarse, para no morir en el intento de comprensión de sus textos), sino todo aquello que luce inexplicable a nuestros ojos, y que da un giro copernicano para situarse en las antípodas de lo previsible.
Kafka siempre nos sorprende con sus salidas (o con sus abruptos quiebres narrativos) y, aunque nos parezca extraño o fuera de lo común, todo ello forma parte de su propuesta estilística, de su manera de entender el mundo literario, de allí el punto de inflexión que sus textos produjeron en la narrativa del siglo XX: forjada, casi toda (en este punto no es bueno ni sano generalizar), bajo los preceptos de lo “establecido” y del denominado canon, que muchos entendieron como lista de cotejo y se plegaron a él con matices, es cierto, pero también con fervor cuasi religioso.
La fuerza metafísica que se percibe en los textos de Kafka, se materializa o toma corporeidad, no tanto en sus personajes, sino en su manera de plasmar la chatura de las instituciones: la burocracia que hace de ellas espacios laberínticos y hostiles, grises y esperpénticos, amenazantes e inhumanos, y bajo cuya égida se articulan los hilos de una propuesta que rompe (quizás sin proponérselo) las añejas cuadraturas argumentales, para erigirse en piedra de toque de una fuerza que nace de las propias entrañas de las historias, que nos mueven o nos paralizan, que nos interpelan o nos sujetan a una realidad que se hace añicos ante nuestros ojos.
El desgarre kafkiano, arriba mencionado, es punto clave en estos textos breves, porque impregna a los personajes de una angustia existencial, que hace de ellos piezas marcadas por la culpa y el desasosiego. Muchos de sus protagonistas son seres alienados y solitarios, aislados de la vida, exentos de todo aquello que bulle afuera, pero que en su atmósfera los asfixia hasta el extremo de convertirlos en sus víctimas. Nada vale en tales circunstancias, ni la familia ni los otros, porque ellos sufren al ser la representación de un “algo” (casi siempre inasible) que los frustra, que trunca sus existencias, que los vacía de esperanza y de futuro.
No debemos olvidar que en el universo kafkiano no todo es como parece, que la ambigüedad es un mecanismo escapista que intenta explicar el sino de sus personajes. Su “literalidad” deberá ir entrecomillada, porque mucho de lo plasmado en sus páginas no es más que estupendas alegorías, bajo las cuales se camuflan la existencia y sus duras circunstancias. Elementos como la autoridad, la identidad, la religión y la condición humana, aquí se metamorfosean, para abrir el sentido de lo contado y darles a las páginas cauce abierto a la libre interpretación, de allí el estupor de muchos; de allí su huella y marca profundas.
Si algo hay claro en los textos kafkianos, es un estilo preciso y sobrio, alejado de pompas y de vanos enrevesamientos. No hay en el autor el afán de explicarse desde lo moral y psicológico, sino que deja a quien lee en plena libertad para reinterpretar lo leído, para hacerlo suyo y así consustanciarlo con su anhelo y su sentir, y que broten y se mezan desde su propia interioridad, y que como isócronos latidos vivifiquen al texto y le otorguen verosimilitud.
En este orden de cosas, los textos kafkianos hablan por sí solos, y esa autarquía (a veces malinterpretada como soberbia autoral) es en sí misma una fuerza incontenible y avasalladora, que se aleja de la causalidad y de lo tradicional, para irrumpir desde adentro, y producir en quien lee la sensación de ser parte de lo contado: que su universo lo toca y lo conmina; que aquellas realidades son tuyas también.
Celebro la aparición de esta edición de Páginas de Espuma, que pone en manos de los lectores hispanohablantes, unos textos vertidos desde la lengua alemana, que nos hablan al oído y se hacen contestes con nuestra contemporaneidad, que buscan, qué duda cabe, vasos comunicantes entre el pasado y el presente.
Si bien es cierto que Kafka pertenecía a la minoría judía de habla alemana en Praga, su relación con esa lengua era intrincada, al conjuntarse en él toda una cosmovisión, que hoy es motivo de interés y de estudio, pero que a su vez complejiza la labor de traslación, al hallarse elementos que confieren sentidos y matices muy particulares y precisos a sus historias.
¡Enhorabuena por este enorme esfuerzo editorial!
Ricardo Gil Otaiza



