Termino de leer la más reciente novela de Sara Mesa (Madrid, 1976), titulada Oposición (Anagrama, 2025), y me encuentro desconcertado, pues no hallé en ella ni la fuerza ni la contundencia alcanzada en títulos anteriores. De entrada, la temática seleccionada en esta oportunidad es bastante anodina: nos habla en primera persona de Sara (ella misma, al parecer), quien entra a un puesto de interina en una oficina administrativa, y se da la tarea de contarnos los intrincados mecanismos a través de los cuales deberá transcurrir su día a día, en un intento de hallarle sentido y coherencia a su inanidad en el nuevo trabajo.
Tal vez, el desencanto creciente de Sara frente a la traba burocrática que articula la vida dentro de la organización, y que la hace ininteligible a sus ojos, sea el mismo del lector, quien página tras página no logra tomarle al pulso a una historia que, más allá de la mitad, no muestra un cauce ni una direccionalidad necesarios para dejarnos atrapados en su trama.
Obviamente, la novelista va a la deriva en buena parte del libro, y ello la empuja a una narración mecánica (en escala de grises), llena de tecnicismos, en un intento casi desesperado por encontrar ese “algo” que se resiste a su paso, que no se deja desvelar y mucho menos atrapar, que se interpone para hacer de la lectura una suerte de penitencia, desde la cual el lector anhela (tanto como la narradora) encontrar buenas razones para seguir con su tarea, y no claudicar en medio del ingente esfuerzo al que es sometido durante un prolongado tiempo.
Por fortuna, poco antes de hacer aguas (y a más de medio camino) se enciende la luz y emerge un personaje que les lanza a Sara (narradora y autora), así como al lector, una tabla de salvación.
Se trata de Sabina.
En el concierto de personajes chatos y poco atractivos que deambulan por oficinas y pasillos de la organización (y por estas páginas), esta joven toma el centro del escenario y atrae la atención de Sara. Casi se podría decir que se enamora de ella, y hay ciertos indicios de una mutua atracción. Dejo que sea la propia Sara quien describa el hallazgo de su compañera: “Entonces la vi. Aunque, más que verla, primero fue sentirla. Una aparición, su voz cantarina y profunda, una voz sin palabras porque en ese momento no entendí qué me dijo, solo noté que estaba allí a mi lado, sonriendo, y era tan joven como yo. La brisa le movía el pelo negrísimo, su cara resplandecía”.
Ni qué decirlo: este encuentro entre ambos personajes es un punto de inflexión a favor de la novela, y hace así su entrada (tardíamente, qué duda cabe) en estas páginas, la autora de siempre: la Sara Mesa que conozco desde Cicatriz y La familia: la descriptiva, la irónica, la brillante, la del juego perfecto de giros y de saltos en el tiempo, la magistral articuladora de la ambigüedad y del artificio, la de los diálogos maestros, la de la magia y la de las figuras literarias destellantes e inolvidables.
Muchas de las páginas que siguen se dejan leer con gozo, y es tal el giro dado a la trama, que el personaje de Sara, que hasta entonces era opaco y poco atractivo, se erige en una figura hiperbólica, cuyo halo crece a medida que avanza la narración. La Sara tímida y poca cosa de la primera mitad del libro (de apenas 223 páginas), se convierte de pronto en una mujer con garra, cuya determinación hace que tome las riendas de su destino, sin dejarse apabullar por las circunstancias: muchas de las cuales no están a su favor.
La dupla Sara-Sabina salva momentáneamente a la novela, la saca del marasmo conceptual y técnico en el que se halla, le insufla nuevos aires que la empujan a elevadas cimas de estilo, y alcanza así un culmen que, lamentablemente, se verá torpedeado por el quiebre de la magia entre ambas mujeres, a la que Mesa pudo sacarle mayor provecho y hundir así a las dos jóvenes en las turbulencias propias de la tragedia humana.
No supo aprovechar la autora el encanto de la relación que había creado entre Sara y Sabina, y prefirió alejar a la segunda: distanciarlas sin razón aparente, levantar entre ambas una barrera infranqueable, que muy pronto hace que Sabina se pierda en las oscuridades de la historia, y se apague así, estrepitosamente, su luz y su brillo.
Lo que emergió como un ímpetu maravilloso, fue sacado por la autora de circulación, y hunde a Sara nuevamente en el estercolero de la grisura de la oficina. Se contenta con prepararla para las oposiciones, para que regularice su situación laboral y se haga funcionaria, en medio del escándalo desatado al descubrirse que había falseado unas reclamaciones, lo que la lleva, luego de un proceso disciplinario, a ser separada de sus funciones, aunque habilitada para que oposite.
No caeré en la tentación de contar el final (que da un giro inesperado a lo que parecía ser la lógica argumental), pero lo que sí diré es que la novela es una especie de electrocardiograma, con sus picos arriba y abajo, y con unos claroscuros no muy afortunados.
El vano experimentalismo que se evidencia en las páginas de Oposición, luce inadmisible y extemporáneo en una autora con la trayectoria de Sara Mesa, que sabe muy bien en dónde está parada, que ha desplegado una obra aplaudida por el público y por la crítica, y que ha demostrado tener un pulso firme a la hora de plasmar sus historias, y de llevarlas por derroteros de precisión y belleza.
La heroína de esta novela no es tal: es un personaje azaroso y esperpéntico, que halla su destino en las últimas líneas, cuando ya no hay oportunidad de redención frente a un lector descorazonado, que no da crédito a su asombro y su molestia.
Ricardo Gil Otaiza