Acariciar a contrapelo a un jabalí
Marta Sanz
- Yo no he venido a desvelar el misterio. Se supone que, a través de prólogos, epílogos, notas al pie y otros artilugios paratextuales, una persona de educada sensibilidad y penetrante mirada de rayos equis nos ayudará a comprender los márgenes o quizá el mismísimo corazón de una escritura enigmática. En esa confianza hay algo sagrado. Pero yo no soy una egiptóloga que descifra el jeroglífico ni una exegeta del evangelio ni una sacerdotisa. No estoy segura de mis poderes. Tan solo haré un par de proposiciones. Esta modesta aproximación ya entraña un peligro. Sobre todo, porque Cristina la Asombrosa me da mucho miedo. Y este relato, también.
- Cristina la Asombrosa despliega sugerencias tan radicales que no se puede resumir en una interpretación única y tranquilizadora. Tiene la textura de las parábolas, de las vidas de santos o de esos cuentos aparentemente muy sencillos que, cuando los piensas dos veces, nacen del retorcimiento profundo del alma humana. Desde la carne que se hizo verbo nos llegan, disfrazadas de pequeños calambritos, descargas que nos electrocutan. Nos dejan secas. Cristina la Asombrosa es todo lo contrario de una hagiografía.
- El texto no es reducible a una fórmula, H2O, ni a un polinomio por muy melódico y sideral que pretenda ser el polinomio. Por muchas conexiones que queramos encontrar entre mística y matemáticas, no lograremos consensuar una explicación que simplifique Cristina la Asombrosa. La narración no se integra con docilidad en un género y, sin embargo, resulta incómodamente familiar. El carácter anómalo de los sucesos —vuelos por la techumbre de una iglesia, profecías cumplidas, exorcismos…— y el tono de voz del relato nos perturban por su cercanía. Convivimos con la intuición de lo siniestro y presentimos que no todos los milagros son maravillosos. Hay cosas que no comprendemos y nos someten. No es el caso de estas páginas que nos dan más alas que las latas de refrescos energéticos y nos colocan sobre la pista de que quizá ciertos instantes milagrosos podrían leerse como maldiciones.
- Valdez Quade —Kirstin, escritora— no asume frases hechas ni nos permite distraernos. Nuestra lectura no se amolda dulcemente a nuestras previsiones, por eso la familiaridad resulta particularmente molesta. Parecería que todo es fácil, pero no. Nos estalla la cabeza. Pum. La lectura fluye, pero no podemos apartar las manos del volante. No es posible conectar el piloto automático. Cada oveja no encaja con su pareja ni la pieza del bien se ensambla en la pieza del mal ni corroboramos lo intuido, y no sabríamos definir con precisión la naturaleza de las víctimas ni la de las verdugas.
- Mara, la hermana mayor de Cristina, cuenta la vida de la santa. Eran un padre, una madre y tres hijas. Una familia humilde cría ovejas. Gertrude, la mediana, es una muchacha muy hermosa que sueña con ser una mujer de su casa con su propio marido y sus propios hijos. Cristina, la pequeña, viene precedida por un rosario de criaturas malogradas en el seno materno, llega a destiempo «delgada, blanca y azul; llena de mocos e indignación», «el ceño fruncido», «rechaza el pecho», «hermana poseída por el demonio», «un esqueleto grande, el pecho aún plano. Debajo de los ojos luce unas manchas azules, como si se hubieran apretado muy fuerte los bordes de las órbitas con los pulgares». Cristina muere una vez y luego vuela sobre su ataúd y se posa en las vigas del templo con las piernas colgando, contempla los pecados de las almas en el purgatorio, se explaya en el don de la profecía, emprende una gira triunfal por tierras lejanas como si fuese una escritora famosa, «se aloja junto a santas y ermitaños, disfrutando de su celebridad, profetizando hambrunas y matanzas», regresa a los orígenes para ingresar en el convento al que su hermana Mara nunca pudo entrar, muere por fin después de haber sido un ser enfermizo, cruel, incómodo. Frente a la escualidez de Cristina y frente a sus éxitos «profesionales», Mara se ha redondeado físicamente —«nalgas, muslos, una barriga maciza y estéril»—, esquila ovejas, no ha podido cumplir con su fantasía conventual. Del destino de Gertrude casi es mejor que no hablemos.
- Kirstin Valdez Quade cuenta una historia de cuerpos femeninos. De cuerpos mezquinos, posiblemente envidiosos, que se decantan en almas voladoras y de cuerpos pródigos que no llegan a alcanzar sus ilusiones. El cuerpo y su descripción, las prosopografías de la feminidad, recorren estas páginas; el regodeo en este recurso funciona como miga de pan para reconstruir un posible sentido de esta hagiografía a la inversa —el texto solo sería hagiografía si le damos la vuelta, como un crucifijo boca abajo—. Cristina la Asombrosa podría ser un cuento de hadas tan malsano como todos. El relato de una narradora poco fiable. Porque Mara querría querer y no puede hacerlo. Desde el principio, nos advierte de esa emoción básica, enquistada, que tal vez altera su percepción de la realidad: Dios puede castigarla por «mi hipocresía, por plañir ante su cuerpo, por pensar que la quise alguna vez». Escribir desde el desamor no es, ni mucho menos, imposible. De hecho, en Cristina la Asombrosa no se contempla otra posibilidad.
- Entendemos la queja de Mara, pero desde ahí nos preguntamos si la implacable crueldad de la Asombrosa quizá no ha nacido de su instinto salvaje de supervivencia, de su encarnizada lucha contra la muerte, de la lucidez sobre su diferencia. La amorosa Gertrude, la que siempre quiso fundar su propia familia, ante la visión de la moribunda hermana pequeña, pregunta: «¿Podría ser mi muñeca cuando se muera?». Cristina, extraña, estólida, silvestre, feroz, podría irse —morir— sin que nadie la echase de menos. A su desaparición responderíamos como en una oración: «Que donde vayas encuentres tanta paz como tranquilidad dejas en esta casa».
- No sabemos quién se defiende de quién, pero las palabras de Kirstin (¿Cristina?) Valdez Quade llegan como una construcción poética sobre la envidia y el deseo de venganza de quienes se sienten distintas. La santa es una artista en su camino de perfección, en su exigencia, en su marginalidad, en una hiperestesia que convierte el mundo y las personas en un lugar inhabitable. La santa, como las escritoras, es una profeta y una delatora. Desde ese lugar, la santa —la artista, la rara, la iluminada—, la que está tan arriba y tan abajo a la vez, lucha con tenacidad, incluso con saña, para mantenerse viva.
- La experiencia de Cristina se sostiene sobre el derecho a la rabia: su ira y su rectitud intolerante quizá partan de la susceptibilidad ante el rechazo y el desamor involuntario. De su condición prescindible y su falta de carnalidad. Exvoto prematuro, sin cuerpo ni ganas de comer. «¿Podría ser mi muñeca cuando se muera?». La extraordinaria sensibilidad de Cristina, como la extraordinaria sensibilidad de las artistas, acaso percibe esas corrientes de desafección. Su vida entera podría entenderse como una venganza. Cristina es la antinaturaleza, el despojamiento y la crueldad como artificio y como arte. Cristina, vulnerable y egoísta. Con ese cúmulo de vanidad y esa sensación malsana de fragilidad extrema. Cristina destructora y tan digna de piedad. Marginal y canonizada.
- Las santas delatoras, las que no menstrúan ni aspiran a tener familias felices, las que no responden al estereotipo de la belleza y se decantan en espíritu, las que renuncian al cuerpo porque siempre lo fueron de un modo insatisfactorio, provocan la infelicidad de quienes les rodean. Vuelan y mueren varias veces. A veces son víctimas de exorcismos. Las santas y las brujas se tocan en un punto. Geológicamente rabiosas. Están en el fuera de lugar incluso cuando se las beatifica.
- Simultáneamente, la voz de Mara habla de frustración, del resentimiento de quienes han tenido que atender a personas distintas cuyos cuidados han dado al traste con cualquier proyecto vital; sobre el carácter invasivo de la diferencia en las tradicionales familias y en nuevos tipos de agrupamientos humanos. Esta lectura es terrible. Nos pincha la piel como si acariciásemos a un jabalí a contrapelo.
- Es difícil convivir con una puñetera santa. Más allá de toda poesía y toda corrección política, quizá hoy, para compensar la burla y las injusticias del pasado, ciertas diferencias se presentan bajo un aura mixtificadora que devalúa los esfuerzos cotidianos, el papel de quienes cuidan a locas, sirenas, campeonas, genias. Todo a la vez. Hablamos del amor obligatorio y del límite de la abnegación. Siento la incómoda vibración de estas preguntas en la parte más oscura de este cuento. Es el latido de un animalillo que se esconde para no morir. Pero yo no soy egiptóloga ni sé nada de mustélidos u otras criaturas.
- Puede que tengamos que colocar las dos frustraciones, los dos rencores, sobre dos líneas que se encuentran en el punto preciso del relato. Los resentimientos en conversación, como voz —Mara— y como foco de la historia —Cristina—, nos llevan a pensar en cositas foucaultianas: sumisión y dominación, masoquismo y sadismo, violencia discursiva, quién se impone en el discurso y sus textos, cuáles son las fórmulas pasivas de la agresividad, qué violencia tiene un mayor peso específico y si acaso el rencor constituye la fuerza motora de toda escritura. En el reencuentro entre las hermanas, Cristina adopta frente a la madre superiora una actitud perruna —perdón a los perros y a todas las quiltras—. Ese cambio nos hace leer y comprenderlo casi todo desde el sitio de las fragilidades crueles. Y viceversa. Volvemos a poner boca abajo los crucifijos y torcemos nuestra capacidad de previsión. Se nos vuela la cabeza. Pum.
- Yo no he venido a desvelar el misterio y toda interpretación es disruptiva. No diré si me identifico con Cristina o con Mara. Podría hacerlo con cualquiera de las dos. Me estremecen estas hipótesis sobre Cristina la Asombrosa. Me estremecen por todas mis compañeras. Y también por mí. Así que, aterrorizada, no me queda más que encomendarme al poder de la literatura como invocación y palabra mágica: «Santa Cristina, patrona de los lunáticos y las gentes de mal vivir, de la revulsión y la náusea y el vuelo, de los trastornos femeninos y de las acusaciones…», ayúdanos.