Somos las personas que queremos. Por eso, cuando alguna de ellas desaparece, a nosotros se nos rompe un pedazo dentro, que deja un vacío irreparable que el paso del tiempo hace que acabemos asumiendo pero nunca superando. El vacío está, aunque no se manifieste en adelante en latidos de dolor y pena. Ese vacío profundo en que uno se encuentra con la muerte de Antonio Rivero Taravillo, ese ser humano excepcional, siempre ejemplar e impecable, se quedará para siempre, y lo máximo que podremos hacer es asumir su ausencia.
Ayer, en mi blog, Alma en las Palabras, apunté brevemente el dolor de tal pérdida, sucedida este pasado viernes 19 de septiembre, y reescribí el editorial del Qué Leer de octubre —que precisamente dedicaba a Antonio, a partir de su último poemario— al hilo de su muerte, tan temida por la enfermedad que se impuso a su cuerpo pero no doblegó su pulsión poética, su entrega a la escritura. Se publica ahora una gran biografía suya de Álvaro Cunqueiro, otro hito, el enésimo, en su trayectoria como investigador literario, del que hay un extracto en la revista de este septiembre. Y tenía previsto dos cosas con él; la primera era para sorprenderlo: una reseña sobre su libro de poesía Un invierno en otoño para el número de noviembre; la segunda, algo que habíamos pensado juntos: un texto reflexivo sobre cómo había encarado la traducción, aparecida hace unos meses, de los dos principales libros de Lewis Carroll; un texto este que me anunció que me enviaba al cabo de unos días pero que al final no pudo salir de sus amenazadas energías.
El pasado 23 de julio, sentado con él en una terraza del centro de Sevilla, estuve tan feliz de escucharle tantas cosas interesantes, tan orgulloso de su fortaleza…, conmovido y admirado por la fuerza de voluntad y la serenidad con la que afrontaba una cotidianidad que sin duda era terriblemente dura, por no hablar de cómo recordaba ciertas vicisitudes mías del pasado y me pedía que le contara qué pasó con ellas.
Me regaló su último libro, convertido al salir de sus manos y firmármelo en un tesoro de valor incalculable, más si cabe cuando lo leí y me quedé anonadado ante su belleza, inteligencia, sensibilidad, ironía, y un montón de cosas más que le comenté semanas después por escrito. Pero nada de lo que nutrió su avalancha de libros, de todo género y que conozco tan bien —pues yo diría que soy el escritor que más habló de sus biografías, ensayos, novelas, traducciones, poemarios o libros de aforismos o viajes en los medios (La Razón, Qué Leer, Clarín, mi propio blog…), durante los últimos quince años—, podrá superar lo que me dijo a viva voz, tras despedirse en aquella plaza sevillana con un abrazo. Dos palabras fueron. Las mejores que uno puede escuchar de la persona que quiere. Las que es imposible olvidar, y que me lleva a las lágrimas y a la sonrisa, al amor y al recuerdo; a llevar a Antonio Rivero Taravillo para siempre en el corazón, en el alma, en la memoria.