La editorial Dilema, en su colección Poesía Reunida, ha publicado la obra poética completa (hasta el año 2023) del poeta, crítico literario y traductor Eduardo Moga, uno de los autores más significativos e innovadores de la lirica española actual, bajo el título Ser de incertidumbre. Esta impresionante summa poetica está dividida en tres gruesos tomos: el primero, La respiración del mundo, recoge los libros publicados entre 1994 y 2007; el segundo, La voz de la herida, abarca del 2008 al 2017; y el tercero, La soledad, del 2018 al 2023. Además de los libros incluidos en cada tomo, esta magnífica y necesaria edición incluye también un clarividente prólogo de José Antonio Llera y, en la última parte, tres apartados que serán muy apreciados por los lectores de Moga: su poesía dispersa e inédita, los prólogos y epílogos del autor, los prólogos de otros autores y una amplia bibliografía de sus obras (libros de poemas, plaquettes de poesía, antologías, traducciones) y de los numerosos estudios y reseñas que sobre estas se han escrito a lo largo de las últimas tres décadas.
Una vasta, poliédrica, jugosa cornucopia de libros –más de una veintena– que nos asombra, en primer lugar, por su amplísima y polimorfa extensión: veintiún títulos publicados, a los que habría que sumar, en otras de sus facetas, sus numerosas traducciones (entre las que destacan su versión de Hojas de hierba de Walt Whitman y obras de Llull, Rimbaud, Faulkner o Bukowski), sus libros de viaje, sus libros de crítica literaria (recogidos en otras ediciones) y las miles páginas de escritura también literaria, viva y actual, de sus prolíferos blogs. Una inmensa copa, pues, de la abundancia. Como dice Andreu Navarra, Eduardo Moga es «un escritor de la desmesura».
Mas su caso es singular sobre todo por otra razón: no hay, en este abigarrado festín literario, en esta cantidad ingente de poesía, ninguna concesión a posibles desfallecimientos de su calidad ni de sus múltiples, difícilmente comparables, cualidades: en todas sus obras se mantiene la misma tensión lingüística, el mismo voltaje verbal, la misma necesidad de buscar y hallar nuevas sendas poéticas (también recreando formas tradicionales). Me parece crucial destacar esta característica como esencia del élan creador de Moga: todos y cada uno de los frutos, viandas y licores poéticos que nos ofrece con indómita regularidad –esa es la gran generosidad del escritor, a pesar de lo que algunos piensen sobre este oficio solitario– destella y sabe de un modo distinto, nuevo, y todos ellos mantienen una misma fuerza y valor intrínseco; la de una voz poética única, multípara e insumisa.
En una reseña que publiqué hace unos años a propósito de una compilación poética del mismo autor (1994–2014), escribí que toda antología personal es el palimpsesto de sus distintas etapas, de sus distintas voces y que en ella vemos, sobreimpresos, los acentos de cada estación vital. Con qué mayor precisión y oportunidad se ajustan estas palabras a la edición ahora publicada. Por su carácter de obras reunidas (sin el cercén, pues, propio de las antologías), por la mayor amplitud temporal (una década más) y por la inclusión de poemas inéditos, prólogos y epílogos, esta ciclópea edición nos brinda no solo, como dije entonces, «una vista aérea que permite discernir los varios afluentes y saltos de agua que con el paso del tiempo ha ido generando el río de su escritura; los mimbres de toda su obra como las facetas de un diamante –cada una con su propia irisación–, como islas de un archipiélago poético único», sino, con mucho más detalle, las fuentes intactas, enteras, de esos ríos (primeros libros publicados, Ángel mortal, de 1994, y el big bang cosmogónico de La luz oída, de 1996); los meandros y cascadas que cada libro nuevo inauguraba; los remansos y afluentes de sus cambios de estilo o de tono; el aluvión de perlas policromadas que, en las crecidas de su caudal incesante, se ha ido congregando a su paso en la sensibilidad de los lectores, año tras año.
Citando una imagen de Insumisión (2013), podemos decir que Ser de incertidumbre recorre «la cordillera de los años, como un gigante que extendiera los brazos a través de las décadas y sostuviese la monstruosa parábola del tiempo». Una vista panorámica que, a la vez que nos sirve de panóptico, nos permite también adentrarnos en lo microscópico: es decir, en la totalidad iridiscente de sus versos, de todos y cada uno de ellos. Así, cuando salimos del asombro inicial que produce la rica proliferación y el amplísimo arco temporal de esta cornucopia es cuando podemos adentrarnos en la mirada molecular al interior de sus libros, por fin agavillados, y constatar su relumbre distintivo.
En cuanto a la forma, sus primeros libros son poemarios en verso, de métrica libre o siguiendo metros clásicos (aunque construidos de un modo muy personal, con encabalgamientos y síncopas que expanden sus molduras), como los alejandrinos de La luz oída (1996), los hexadecasílabos monorrimos de La ordenación del miedo (1997), el soneto en Diez sonetos (1998) y los endecasílabos de El barro en la mirada (1998). Pero a partir de 1999, con Unánime fuego y El corazón, la nada (quizá uno de los más acerados de sus libros), la prosa poética irrumpe, como la grama tras la lluvia, en varias de sus obras posteriores: La montaña hendida (2002), Las horas y los labios (2003), Bajo la piel, los días (2010), El desierto verde (2012) y Dices (2013).
Y aunque entre estos últimos títulos se entreveran también experiencias con metros tradicionales –el haikú en Los haikús del tren (2007), la sextina en Seis sextinas soeces (2008), la décima en Décimas de fiebre (2014)–, la aparición de la prosa poética dibuja una curva que va desde la figuración abstracta, extática, de sus primeras obras, hacia una preocupación por la realidad más próxima e incandescente, que no teme incluir titulares de periódico, escenas cotidianas, crónicas, paréntesis metapoéticos, lenguaje vulgar o textos ajenos. Como bien apuntó Jordi Doce, la prosa se convierte a menudo en el instrumento para mirar hacia el exterior, mientras que el verso se concentra más en su función introspectiva. Este verso libre, más interior y requebrado, desarrolla un ritmo único, indisociable del contenido, que aparece con mucha fuerza en Soliloquio para dos (2005), Cuerpo sin mí (2007), Insumisión (2013), Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2017), y en el resto de sus últimas obras hasta el presente.
Mención aparte merecen, a mi parecer, los libros Mi padre (2019), Tú no morirás (2021) y Hombre solo (2022), pues se percibe en su forma una mayor concentración y expresión emotiva personal (aunque todos sus libros son, en cierto modo, autorretratos o anti-retratos), por cuanto se refieren a la muerte o el distanciamiento de personas muy queridas. El primero es una colección de recuerdos, sin grandes experimentaciones lingüísticas (inédito, pues, en su obra), a través de cuyos versos sentimos vivamente la tristeza –y la sincera nostalgia– del autor en nuestra propia piel. El segundo es una obra votiva a la mujer que se aleja de su vida, y puede considerarse una maravillosa obra de kintsugi japonés hecha poesía: el poeta, aún sumido en el dolor, minia con doradas palabras la grieta exacta de la herida y la fractura y transforma el sufrimiento en belleza. Y el tercero, además de ahondar en esta misma ruptura, se ve atravesado –y nos atraviesa– por el sentimiento de pérdida tras la muerte de su madre. Hombre solo es quizá su libro más intenso en cuanto a la expresión y radiografía del dolor, e incluye uno de los poemas más conmovedores y originales, deliberadamente desestructurantes, de toda su obra: «Para romper hay que romperse».
Finalmente, el lector podrá sorprenderse por primera vez leyendo textos dispersos o inéditos, reunidos en el último tomo, como los titulados «Poemédulas», «Septiembre» o «Voz azul desde lo callado», los cuales vienen a subrayar y a confirmar los rasgos polimórficos e intensivos que aquí estoy apuntando. Acercándonos más a su escritura –y en un intento de compendiar muy resumidamente sus principales valores– citaré los que me parecen técnicas y temas transversales a toda su obra.
La atención microscópica a cada término, que se inserta en la página con el máximo de carga de sentido que Ezra Pound atribuía a la buena literatura; el uso de léxicos ajenos a la lírica, como los de la anatomía, la medicina o las ciencias naturales (en sus versos habitan los aerolitos y el hidrógeno, el ozono y los ácaros, los leucocitos y el sílex); un animismo paradójico (el autor es apóstata de todos los demiurgos) en el que todo palpita y habla –la roca, la mesa, el zapato, el calendario, las sombras–, en el que todo es verbo, tránsito, fluido; la adjetivación inesperada, sugestiva («sangre floral», «claveles impetuosos»); la incesante palpitación verbal («descifré flores muertas, mastiqué el polvo del mar, uní fragmentos de agua, fabriqué el silencio»); la elaborada métrica que canaliza el alto potencial de las frases («rizoma eléctrico»); o la hibridación metafórica que enciende la llama de su poesía.
Esa aproximación de lo distante puede darse, por ejemplo, entre lo material y lo inmaterial, «átomos de sombra», «helio en el pensamiento»; entre objetos de reinos alejados, «alud de ojos»; o entre verbos y predicados insólitamente unidos, «comer tus sombras (…) nadar en tu vientre». Y alcanza su máxima expresión en el uso de dos figuras retóricas: la sinestesia, que siembra sus libros de imágenes sensoriales, simultáneamente carnales, sonoras, luminosas, líquidas, aromadas, sabrosas: «Te oigo con los ojos /que te huelen», «clamor negro»; y el oxímoron, esas brillantes «contradicciones en flor» que zarandean el lenguaje y lo vivifican, reordenando las palabras en sorprendentes formaciones: «calma frenética», «turbulento silencio», «serena tempestad».
Ameritan una especial atención, pues, sus imágenes, que, por su fuerza y su impulso sostenido, trascienden los hallazgos visuales creados por los ismos que le preceden: barroquismo, simbolismo, expresionismo, surrealismo. Mar adentro, lejos ya de las tierras de sus predecesores (Perse, Paz, Whitman, Pessoa, Aleixandre, Gamoneda y otros), el imaginismo de Eduardo Moga se profunda en las aguas de la poesía visionaria, siguiendo el mandato rimbaldiano de que el poeta debe ser vidente, hacerse vidente: «Un protón contiene el horizonte», «la melancolía muerde como una voluminosa flor», «el cielo se esconde en mi estómago». Imágenes sinapsis, compuestos en los que reaccionan, como elementos en el matraz, sustancias dispares.
Y en cuanto a su fondo, su poesía es siempre interrogativa –incluso cuando no pregunta–, porque sus frases nunca ocluyen el sentido, sino que abren ventanas a realidades nuevas o producen fisuras en el lenguaje por las que se cuela la existencia. Sus preguntas atraviesan el amor y la soledad, las luces y las cavernas del sexo, el porqué o el sin porqué de la vida, la confusión y multiplicación del yo, el ruido de la lima sorda del tiempo, el vacío interior, la muerte sin adjetivos: emociones y experiencias todas ellas que cabría resumir en los dos polos de la expresión: «El corazón, la nada», que da titulo a uno de sus libros.
Ser de incertidumbre, pues, muestra al fin, con la exhaustividad y la edición cuidada que merecía, cómo a lo largo de su trayectoria creativa el autor ha buscado, en sus propias palabras, «una forma poética que ahincara lo lírico a lo inmediato (…) perseguir lo poético en lo no-poético (…) que todo lo dicho fuera poesía (…) que nada fuese ajeno a su eclosión y a su esperanza». Y su publicación invita a subrayar de nuevo que su poesía constituye una de las creaciones literarias más poderosas e innovadoras de la poesía actual, fruto de su labor de orfebrería y su tensión lingüística, la originalidad e imprevisibilidad de sus imágenes, la radicalidad de sus motivos y el impulso transgresivo de sus propuestas poéticas, de las que seguimos disfrutando, con cada nuevo libro, sus lectores.
Christian T. Arjona
Ser de incertidumbre
Eduardo Moga
Editorial Dilema