Existe un arte total, un teatro total, una canción total, un fútbol total… y, desde luego, una palabra que también es total y que funciona, además, como totalizadora. Una palabra que atiza a la poesía como se haría con el fuego, puesto que aviva primero al corazón y al espíritu —Platón mediante—; una palabra que es llama viva y que arde tanto en su significante como en su significado: la palabra amor.
Cuando hablamos de totalidad se hace un esfuerzo hercúleo por integrar todo lo que de humanos tenemos, entendiendo que cada parte no es entendible sin pensar en su unidad. No podríamos comprender una sola obra literaria sin pensar en toda la literatura; no somos proletariado sin visualizar a todo el estamento social; no entendemos el fuego sin pensar en todos los fuegos. En poesía sucede lo mismo, o, al menos, así espero que sea: que cuando el o la poeta concibe el poema, abarque un mundo que es pasado, presente y futuro, visible y no visible, tangible y no tangible, tridimensional y unidimensional.
¿Y en el amor? Pues resulta maravilloso pensar que sucede lo mismo. Que cuando solicitamos al amor estamos llamando a presencia a todo el amor vivido, al que se vive y al que se vivirá, al que enciende y al que apaga, al cobarde y al animoso, y al que no halla fuera del bien centro y reposo. Es decir, a un amor total. Y, como no es lo mismo llamar que salir a abrir, aquel que lo convoca, tiene el compromiso de actualizarlo a través de la experiencia total, la individual y la colectiva: hacer universal lo individual. Expresar la realidad a través de la interioridad, como haría Juan Ramón. El poeta debe ser consciente de que su significado pleno aparece cuando el poema es certero, cuando no tiene fisuras por donde pueda huir o desangrarse una palabra.
Pero ¿cómo puede expresarse ese amor total?, ¿a través de qué experiencias?, ¿con qué lenguaje?, ¿en qué tiempo o en qué dimensión? Hagamos una cosa, leamos El gran amor, del poeta albaceteño Andrés García Cerdán (Fuente Álamo, 1972) publicado en la editorial Visor (2025), libro que fue merecedor del XXVII Premio de Poesía Generación del 27. En este libro el poeta realiza un trabajo de hacedor, a lo Borges, ya que el que deshace tiempos, espacios, vórtices… está haciendo a su manera; recreando, de la raíz indoeuropea Ker, de donde se deriva también crío/a, tan importante en este libro. Diluye con su palabra las barreras temporales. Destroza como si se tratara de un fogonazo cósmico la linealidad del tiempo para poder esparcir su concepto de amor a todo el orbe. El amor, de este modo, se renueva; se enfrenta a una dimensión que hay que actualizar. Aparecerá como aparece un fantasma en una habitación, en otro tiempo, en otro lugar, y será el poeta —Andrés el actante— quien esté impregnando todo de palabra.
Un amor paterno-filial para empezar, que es inmensamente deseado, y que leemos en estos versos dedicados a su hijo en Meteorito: Venías del final de las galaxias, / esto es / de muy cerca, en realidad. / Venías del final de todo el tiempo. Nos convence el poeta de que Teo, su hijo, estaba con él desde la mismísima creación, que su existencia estaba ya inserta en la suya propia, y que su andadura estará marcada, si lo desea, por la palabra. Así en Mira, Teo, donde lo invita a pronunciar con una enorme ternura para dar carne a las cosas: Han venido a cantar contigo (los gorriones). / Canta/ con ellos. Dales pan, dales un nombre.
Además, como el amor es un concepto pluridimensional, llega su influjo hasta la madre en el poema Agujeros, donde a través de la rotura de un jersey de la infancia, nos transporta por un túnel espacial hacia otro tiempo, como en la película Interestelar. García Cerdán nos hace viajar a través de un tejido, que es a su vez el texto —además de su étimo—. Palabra que transporta, por tanto. Y, finalmente, amor paternal en el recuerdo de la experiencia con el padre, en unos versos emocionantes y plásticos que recuerdan que en cualquier lugar puede aparecer el reflejo de un acto amoroso. Aquí sucede en un charco tras la lluvia: Vámonos ya —me dice—. Es tarde/ Vamos, Andrés. / Se nos ha hecho muy tarde. / Recoge lo que queda de este día y vámonos.
Andrés considera que a las palabras hay que acariciarlas, como en esa canción de Love of Lesbian, el poeta Halley, en la que Serrat, en una intervención maravillosa, las representa como pequeños seres maltratados. El amor ahora está en el léxico. Hay en este libro una tendencia a la tridimensionalidad, a la captura de la forma de las palabras más allá del blanco sobre negro. Andrés las vectoriza, como un diseñador que quiere aumentar el tamaño de sus imágenes sin que pierdan ni un ápice de calidad. De este modo, la palabra se exhibe con la enormidad que merece, en amores inflamadas: Algo vuelve a la superficie cuando dices ballena; Las palabras expulsan contra el cielo/el fondo del océano del lenguaje. Existe una vocación renovadora, no ya del lenguaje, sino de la mirada del lenguaje ¿Por qué es bella la palabra cedro? Pues, por ese sonido que es ancestral y presente. Coge una caracola y póntela cerquita del oído. Haz lo mismo con las palabras y oirás todo el mensaje que traen a sus espaldas: Cuanto más invisible es lo que ves / tanto más increíble su certeza. También hay contenidas en ellas partículas de otras, como en una física fractal: yo llamaría música a la hierba, alga, roble, revolución. La llamaría hierba.
Y, por último, el amor al canto a través de la mística. El poeta sabe que el canto es imposible, pero que la paradoja de la que vive la poesía lo hace, sin embargo, realizable. El poeta escribe porque el motor de su ánimo es la ausencia de un canto perfecto. Ahí tiende la mano a Valente, que se la tiende a Fray Luis, este a San Juan, y este último, a su vez, a Miguel de Molinos y al abandono que propone en su pensamiento. Abandono como el del ser enamorado que quiere silencio para dejarse llevar, y observar, observar y observar.
Relata —válgame la paradoja— un amor hacia lo que hay a través de lo que no se encuentra. Él busca lo que existe (dice Antonio Cabrera: el que busca secretos no sabe ver las cosas) y lo trata de hacer con la palabra exacta, esa que no se encuentra si no es en el poema. Lo leemos en El gran rechazo: la realidad es lo único que no es real o no hay final/para el poema. Andrés sabe que el poeta quedará, por mucho que escriba, balbuciendo.
Un amor total, desde lo real y cotidiano hasta lo metafísico y atómico. Un amor que va ensanchando su campo y haciendo que el hijo sea solo el principio de un arrebato; una bocanada de lenguaje que libera el espacio de lo vívido y tangible para dejar hueco a la mirada que observa con luz. Y, por fin, un grito de rabia por la ausencia de humanidad, de voz, de palabra en el poema Bilal Saleh, donde lloramos el fracaso de la sociedad pudiente que calla ante la barbarie.
Se me viene a la cabeza el So much love, que gritan los Nada Surf, y que entona, con la misma vibración este poeta que es total y que totaliza con su poesía.
Matías Miguel Clemente
El gran amor
Andrés García Cerdán
Visor, 68 pp., 12 €