El viajero no apresurado suele preferir la carretera secundaria, o incluso el camino poco frecuentado, a la monótona autopista. Por lo mismo, quien recorre la historia de la literatura a impulsos de la curiosidad y el gozo del descubrimiento agradecerá toda ocasión de salirse de los caminos trillados, especialmente cuando lo otro, la ruta que marcan los temarios oficiales y el canon académico, se ha transitado ya. No es que esa ruta consagrada no sea interesante por sí misma. Pero sería empobrecedor pensar que sus hitos –pongamos, en el caso de la poesía española, las aportaciones de Bécquer, Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Unamuno, los Machado…– son los únicos atractivos del paisaje recorrido, y no simplemente puntos que gozan de una cierta mayor visibilidad en un cuadro mucho más abigarrado y complejo para cuya adecuada comprensión, e incluso me atrevería a decir que para su disfrute, conviene pararse a mirar las otras muchas figuras que lo componen. Descubrirlas, reconocerlas en su singularidad, llegar a distinguir la nota que aportan, equivale a rematar un viaje con la sensación, no sólo de que se han cubierto las etapas previstas, sino de que el camino ha deparado un sinfín de gratas sorpresas.
No quiero decir, con ello, que el afán principal de un buen lector haya de ser la caza de rarezas. Pero sí que conviene, si no la pesquisa afanosa, sí la voluntad de no descuidar la retentiva y andar atento y predispuesto a la posibilidad del encuentro. Es lo que me ha sucedido con la poesía del canario Rafael Romero Quesada, “Alonso Quesada” (1886-1925). Mi primer contacto con ella tuvo lugar hace muchos años, cuando leía la Antología de la poesía modernista que hizo Pere Gimferrer para Ediciones Península en 1981. Mentiría si dijera que, una vez leída la muestra que allí se ofrecía de este poeta para mí entonces desconocido –un poema de su primer libro y un fragmento del Canto II de su Poema truncado de Madrid–, corrí a buscar el resto de la obra de su autor: me limité a marcar con un punto a lápiz en el índice esos textos que me habían llamado la atención, gesto con el que me aseguraba también –mi memoria entonces era mejor que ahora– de que no olvidaría la referencia. Gimferrer, como todo antólogo astuto, jugaba con cartas marcadas: el fragmento elegido de entre los 652 versos del poema madrileño era –eso no lo podía saber yo entonces– uno de los pocos tramos de ese texto que no incluía referencias anecdóticas y que, por tanto, tenía valor por sí mismo. ¿Estaría el resto a su altura? He ahí la pregunta que quedó anotada en la mente del lector. Y, si era así, ¿cómo es que ese poema tan poco convencional, libre ya de la faramalla modernista pero igualmente ajeno al formalismo deshumanizado de cierta vanguardia, no era más conocido? ¿Quién era ese poeta que ni siquiera firmaba con su nombre de pila, Rafael, y su primer apellido, Romero, sino que aprovechaba que el segundo era Quesada –una de las formas del apellido del Ingenioso Hidalgo– para anteponerle el nombre de pila del personaje cervantino, Alonso, y formar así un seudónimo que era toda una declaración de intenciones?
Si yo hubiera sido un cazador de rarezas, ya digo, hubiera hecho lo imposible por encontrar el texto completo y más información sobre su autor. Pero me limité, como suelo, a anotar la referencia y… esperar. Va uno por el mundo con ese bagaje de expectativas, confiando en que el azar irá satisfaciendo, si no todas, sí muchas de ellas: por ejemplo, cuando uno de esos libros de los que uno guarda una vaga referencia positiva te sale al paso en un mercadillo; o cuando a alguno de ellos le llega la ocasión de su rescate editorial.
Es lo que ha sucedido con Alonso Quesada, de quien en este 2025, al cumplirse el centenario de su muerte, se ha publicado, por vez primera en edición exenta, el mencionado Poema truncado de Madrid, así como una muy manejable edición de su Obra poética completa, que reúne el único libro de versos publicado en vida por el poeta, El lino de los sueños (1915), Poema truncado de Madrid, el póstumo Los caminos dispersos (1944) y un puñado de poemas y traducciones poéticas publicados en revistas y periódicos de la época. Se da la circunstancia de que el responsable de ambas ediciones es el recién fallecido poeta canario Andrés Sánchez Robayna (1952-2025), siendo éstos posiblemente sus últimos trabajos como editor y estudioso.
Sirvan los datos anteriores para decir que queda satisfecha, por fin, una expectativa de lectura que surgió en mí hace treinta años o más. No lamento esa demora: más bien pienso que el tiempo transcurrido ha afinado mi capacidad de apreciar la valía del poeta canario. Poemas suyos ya habían figurado en las antologías señeras de Gerardo Diego (en su segunda edición, en 1934) y Federico de Onís (1934), lo que quizá debería haber bastado para que se le considerara incluido en el canon. Pero esos antólogos sólo contaron con el único libro publicado en vida por Quesada, El lino de los sueños (1915) y, por tanto, la imagen del poeta que quedó fijada en ambos repertorios fue la de un modernista menor, en la línea para la que Onís acuñó la etiqueta de “prosaísmo sentimental”: es decir, poesía de factura “modernista”, pero que evita los temas exóticos, historicistas o fantasiosos y el vocabulario fastuoso del Modernismo más ornamental para orientarse, más bien, hacia asuntos cotidianos, expresados en un lenguaje decididamente antirretórico… No hace falta decir que ese designio, que fue también en parte el de la generación poética del medio siglo y el de la llamada “poesía de la experiencia” de los años 80 y 90, se ha revalorizado con el tiempo y ya no se considera el mero sesgo continuista de unos poetas epigonales. Quesada brilló en ese registro, en el que encontró espacio para una variedad temática considerable: a los poemas autobiográficos e introspectivos, que hablan del humilde entorno familiar del poeta e incluso de su realidad laboral (“Yo gano el pan de una infeliz manera […]: / hago unas sumas y unas reducciones; / y así me consideran y me pagan…”), cabe contraponer el estilo distanciado en el que se desenvuelven sus característicos “poemas ingleses”, en los que retrata a sus jefes y compañeros de oficina, de esa nacionalidad (“En la puerta, dos viejas servidoras inglesas / me toman presurosas el gabán y el sombrero… / El acto ha comenzado hace varios minutos. / Cantan un coro grave todos los caballeros”), o el tono reflexivo y grave de “Los poemas áridos”, la excelente sección final del libro, dedicada a Miguel de Unamuno: “…Y, sin embargo, sé que esta mi vida / de mansedumbre y de dolor sereno / no será larga”. Estremecedores versos proféticos: la tuberculosis, en efecto, se llevaría al poeta a la edad de treinta y nueve años.
Esa muerte temprana vino a sumarse a los efectos de la lejanía geográfica, las ataduras laborales y la propia coyuntura literaria, para hacer que el resto de la obra de Quesada pasara más bien desapercibida y ni siquiera fuera publicada en libro. Ocurrió con Poema truncado de Madrid, sin duda su obra más personal y original, que vio la luz en cuatro entregas publicadas en la revista España en octubre y noviembre de 1920 y nunca hasta hoy había conocido edición exenta. Son conocidas las circunstancias que dieron lugar a ese poema singular. Quesada viajó a Madrid en 1918 a instancias de su amigo Luis García Bilbao, con quien coincidió en las páginas de la mencionada revista madrileña. García Bilbao debió de ser su guía y mentor a lo largo de unas pocas frenéticas jornadas de inmersión en el mundillo intelectual, social y político madrileño. Si atendemos a lo que, a modo de crónica impresionista, se cuentan en el poema, en ese breve periodo el visitante canario acudió al Ateneo, atisbó la noche madrileña (“demasiado clara / para mi corazón primitivo”) de los bodegones y teatros de variedades, frecuentó los cafés de escritores y artistas –también Pombo, donde conoció a Ramón Gómez de la Serna (“Pombo tiene una gracia de Campoamor anciano, / y una luz honesta de mediocridad. / Ramón lo ha llenado de alegría”)–, fue recibido en la casa madrileña de Juan Ramón Jiménez –un “oasis”–, se sumergió en las multitudes de la Puerta del Sol, la plaza de Santa Ana y la calle Sevilla, visitó la redacción de España, asistió a alguna sesión de Cortes (“Comedieta patriótica / de circo sin clown”) y fue al teatro: el típico recorrido, en fin, que cabe esperar de un visitante de provincias; sólo que, en este caso, el poeta en fase de transición que ya era Quesada encuentra en este panorama la materia que necesitaba para nutrir un discurso poético de novísimo cuño, hecho de pinceladas rápidas, versos entrecortados e irregulares, aunque frecuentemente asonantados, imágenes audaces y una curiosa mezcla de ironía, sarcasmo, admiración y rechazo. La capital y el poeta se encontraron en el momento justo. Al socaire de los beneficios que la neutralidad durante la Gran Guerra había aportado a la economía española, la burguesía madrileña y, en general, la clase dirigente daban la más alta nota de su inconsciencia y vaciedad, en medio de la cual, como islas, brillaba la excepción que suponían intelectuales como el exquisito Juan Ramón Jiménez o el inquieto Ramón Gómez de la Serna, mientras la figura de “don Benito” (Pérez Galdós) declinaba y seguían gozando de fama y éxito viejos figurones como el escritor cómico Pérez Zúñiga o el novelista Ricardo León… Un tanto esquinado, ajeno a ese rebullir, el poeta canario afronta literariamente esa realidad desde un nuevo modo de decir, sincopado y antirretórico, llamado a conectar con el lenguaje poético del futuro.
El resultado de esa confluencia no pudo ser más decisivo. No creo exageración decir que, en el largo y sinuoso camino que recorrió la poesía española desde el Modernismo finisecular a la modernidad sin más, Poema truncado de Madrid es, junto con la “Epístola a madame Lugones” de Darío, el Diario de un poeta recién casado de Juan Ramón, El mal poema de Manuel Machado e incluso “El poema de un día”, de Antonio, uno de los hitos en la moderna búsqueda de una forma de expresión antirretórica, basada en los ritmos del habla e imbuida de la rápida expresividad del lenguaje urbano.
El propio Quesada, desde su posición modestamente marginal, debía ser consciente de ello. Su siguiente empeño, el conjunto que denominó Los caminos dispersos, que se publicó póstumamente en 1944, siguió esos derroteros: la misma versificación irregular, asonantada la mayoría de las veces, el mismo designio antirretórico; todo ello en función, ahora, de una especie de realismo circunstanciado –la ciudad, las lecturas, las tesituras vitales– que en ocasiones adquiere resonancias alegóricas, casi como sucede en La tierra baldía de Eliot; poema que no parece probable que el canario llegara a conocer, pero que puede servir de piedra de toque para constatar la ambición de su empeño, a despecho de que se le siguiera considerando, como ya hemos visto que fue el caso de los antólogos Gerardo Diego y Federico de Onís, un poeta todavía anclado en el Modernismo tardío.
A otra antología posterior, en fin, la que Pere Gimferrer dedicó a ese movimiento, debo que en mí quedara hace años la predisposición a estar al tanto de un posible encuentro con la obra de este singularísimo poeta. En el centenario de su muerte, la ocasión ha llegado. Me quedan muchas otras expectativas de esa clase por satisfacer. ¿Dará una sola vida para tanto?
José Manuel Benítez Ariza
Alonso Quesada: Obra poética. Edición de Andrés Sánchez Robayna. Visor, Madrid, 2025
Poema truncado de Madrid. Presentación de Andrés Sánchez Robayna. Ediciones Ulises, Sevilla, 2025