En la novela de ideas al uso no suele suceder gran cosa y el desarrollo de la trama es sobre todo psicológico, interior tanto espacial como intelectualmente. Sin embargo, la especulativa ficción de Anthony Trollope (Londres, 1815-1882) nos mantiene en tensión con su denuncia del tedio, la desorientación tanto literal como metafórica, su defensa del lugar al que uno pertenece, donde «siempre es mejor no confiar en nada, que depositar nuestra confianza en conocimientos medio olvidados o mal adquiridos».
Conmemoramos en 2025 los 210 años del nacimiento del creador inglés y de entre toda su producción, hemos elegido Las torres de Barchester (1857); Ediciones Cátedra, Madrid, 2007; edición y traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez), porque sigue siendo una historia de amor intemporal, que nunca parece falsa o gratuita, sino una aventura donde la maldad nunca es sinónimo de insensibilidad.
En la inventada ciudad catedralicia de Barchester el clero lucha por el poder de una comunidad donde «no son los malvados, sino los necios, los que más deben ser temidos». Prueba de que nuestro pasado no nos ha enseñado nada, salvo que el futuro puede ser peor, el cronista de El custodio (1855), profundiza en las complejidades de las relaciones vitales en momentos de interconexión, cuando «los sentimientos son siempre más puros y brillantes: en la hora del encuentro y de la despedida».
Conciso al tiempo que prolijo, el relato Las torres de Barchester recorre sin esfuerzo la fina línea que separa lo narrativo de lo epigramático, alentándonos a «fortalecer nuestra mente en cualquier lugar y en cualquier momento». Tejida a partir de un lirismo sencillo, a pesar de toda la profundidad que Trollope logra catalogar, la saga nos sigue sorprendiendo, dos siglos y una década después, gracias a su inquebrantable fe en la existencia de algo susceptible de inspirarnos esperanza.
Formas de redención privada
En el ciclo de Las novelas de Barchester, al que pertenece esta entrega, se entrelazan los temas del hogar y la ciudad, el deseo y la traición, la Historia y la confianza en un todo mayor que la suma de sus partes. Intenta el autor anglosajón recuperar la coherencia, al tiempo que cuestiona la posibilidad de ser razonables, porque sabe que «no hay felicidad similar a la que nos procura el plan que se ha llevado a buen puerto».
Gira el conflicto central en torno a los dos contendientes, el Dr. Proudie, un individuo tan ambicioso como avaro, y el carismático y progresista Archidiácono Grantly, hijo del obispo fallecido. Con decimonónica flema, el novelista de El primer ministro (1876) plantea este dilema, afirmando que «el paso del tiempo termina por domesticar a la ambición, como suele hacer con las demás pasiones».
Bajo el sol no existe nada nuevo, parece ser la esclarecedora conclusión: «No existe nada que obstaculice más el propósito humano que tener ante sí dos caminos abiertos». Finalmente, diríase imposible evitar el apocalipsis, puesto que, aunque los supervivientes descubran la compasión, esas codiciosas formas de redención privada les seguirán pareciendo apetecibles, puesto que «a todos nos gusta ser obedecidos, y seguir resultando agradables y bondadosos en mitad de los negocios mundanos».
Visiones de perfección
Contaminamos nuestra inocencia primigenia con creaciones tan inventivas como aterradoras: «Un plan fallido es un motivo de burla para quienes lo proyectan, pero la mera ambición, aunque tenga éxito, no genera respeto por sí sola». Entre voces y épocas discurre la narración de Las torres de Barchester: a veces bastan una o dos líneas para encontrarnos de lleno en la mente de un personaje, refutando el mandato de que «la costumbre es un tirano que debe ser depuesto y encadenado».
Los enredos románticos de la familia Harding agregan capas de profundidad emocional al resultado: «Nada malo hay en reivindicar el amor propio, siempre y cuando no sea a costa de los demás». Se combina pues la erudición y la rigurosidad con el compromiso con la verdad, reflejada en el dictum: «No siempre son los más merecedores, ni los más listos, ni los más preclaros los que consiguen lo mejor de los demás».
El satírico de El mundo en que vivimos (1875) examina la jerarquía social y la naturaleza corrupta del poder, destacando las tensiones entre la tradición y el progreso, que no siempre son herramientas eficientes para los controvertidos entes ficticios; en cierto modo, Las torres de Barchester supone ese tipo de constructo cerebral que redacta un ensayista experimentado, en términos de referencias culturales y sofisticación intelectual.
A través de su descripción del clero, el artefacto verbal desafía las nociones de creencia y moralidad, exponiendo la hipocresía y los defectos que sobreviven dentro del seno eclesiástico, donde «no hay nada tan peligroso como el ideal, pues nos tienta a formar visiones de perfección que destroza el sentido común».
Versiones alternativas de uno mismo
La imaginación del relato nos conduce hacia ese ente abigarrado en que lo familiar se vuelve extraordinario, donde «reina una tendencia hacia algún mal particular, un defecto natural que ni siquiera la mejor educación logra superar». Entrenado para hacer y deshacer las seguridades con las que nos consolamos, Trollope es consciente de que la autoindulgencia es la menos confiable de las prácticas, puesto que «hay quienes solo consiguen dar lástima, cualesquiera sean sus éxitos o sus fracasos».
La indecisión de Eleanor Bold entre el Sr. Slope y su examante, John Bold, es una variación de la confidencia analítica e hiperarticulada que nos habla de las promesas incumplidas de la tóxica masculinidad: «Qué lástima que los hombres no sean honestos hasta los cuarenta; la mayoría de ellos son justos hasta llegar a esa edad, esperando tal vez que los demás hagan lo mismo».
A través de la complejidad de caracteres como la señora Proudie y el señor Slope, se logra satirizar la corrupción y la hipocresía dentro de la Iglesia de Inglaterra y otras instituciones: «Nadie puede hacer tanto daño como aquel que se empeña en hacer el bien». Por último, el viaje de Eleanor hacia el autodescubrimiento y la independencia refleja las opiniones avanzadas para su época del hacedor anglosajón respecto a los roles de género: «No hay alegría más pura, ni felicidad más duradera, que la que surge del amor absolutamente desinteresado».
Pasados dos siglos y una década de realismo trollopiano, seguimos comprometidos con sus experimentos genéricos, que sugieren tal vez que las viejas maneras de narrar son tan inadecuadas ahora como las estrategias poco entusiastas de protesta política que tuvieron lugar en la mejor narrativa del XIX, al afirmar que «hay espíritus malignos entre nosotros que susurran vanas palabras para avivar la iglesia y la moralidad, términos que por su repetición y frecuencia se volverán tan obsoletos como los de una lengua muerta».
La dinámica compleja entre los personajes de Barchester nos hace reparar, de nuevo y ya para siempre, en que nuestra intuición de que existe una versión alternativa de nuestra personalidad es, en parte, un deseo inútil de justicia poética, que el género novelístico suele sancionar deliberadamente: el anhelo de que aquellos que eligen borrar sus propios borrados, olvidar y hacer olvidar, terminen por recibir lo que merecen.
José de María Romero Barea